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Columna
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El fútbol

El fútbol hay que verlo en grupo y preferiblemente en un bar, cuanto más concurrido mejor. En esa estrategia excitante para hacerse un hueco ante la pantalla, uno siente de verdad el vértigo sobre la cancha. Hay una tristeza abismal en el aislamiento del espectador de fútbol. En la soledad, las piezas de un juego de ajedrez pueden cobrar vida sobre la tabla y te recuerdan que llevas dentro una batalla. Pero en el fútbol todo va volviéndose irreal si uno está solo. Es la posición de quien se sienta una tarde de domingo en el extremo de un dique. Todo va alejándose, abandonándolo, excepto la niebla que acude para envolverlo como el espectro de una amante gótica. El espectador solitario percibe cómo los jugadores procuran escabullirse del partido, emigrantes en juego, perseguidos por la cámara y la depredadora mirada de los presidentes en el palco, mientras los comentaristas se van desentendiendo del asunto hasta convertirse en un rumor. Hay un segundo tipo de solitario futbolístico y es el que camina con transistor. Nada ni nadie osa interrumpir ni con el saludo la marcha auricular de este ser mitológico. Gane o pierda, su andar serio, circunspecto, con la mirada conectada a la dinamo de la voz radiofónica, es un movimiento que se confunde con el destino. Algunos de estos solitarios del transistor tienen el aspecto de volver apesadumbrados de un campo remoto, donde todavía humean por las bandas los rastrojos quemados, y hay un árbol con una soga para amedrentar al contrario. Pensamos que el solitario del transistor escucha la voz alegre del Carrusel, pero en realidad oye los lamentos de aquel árbitro de Osvaldo Soriano que perdió los dientes por pitar con justicia: "A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda". Y en el bar se hace un silencio respetuoso cuando pasa por la acera la silueta bíblica del solitario del transistor.

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