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Columna
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El futuro

Manuel Rivas

Hay dos recuerdos de realismo mágico que me hacen sonreír. Uno, el día en que inauguraron, cerca del barrio, la planta de Coca-Cola para Galicia y pudimos ver, a través de las paredes acristaladas, cómo circulaban y se llenaban las míticas botellas sin intervención humana. El otro, la mañana en que en la iglesia retumbó la lectura de un fragmento del Génesis. Lo normal es que el culto fuera seguido como un bisbiseo radiofónico, excepto cuando en el sermón se hablaba de los hornos del infierno, lo que provocaba un gozoso chisporroteo en las miradas de los feligreses, dado el frío pétreo que hacía en la nave, incluso en verano. Lo del Génesis fue una apoteosis. Un verídico recuerdo de la potestad del lenguaje. Hasta el cura, enfurruñado como los intelectuales de hoy, parecía contagiado por el optimismo constituyente de las palabras, y lo veo gesticulando, separando la luz de las tinieblas, con la divina comicidad de un Charlot. El del Génesis es uno de los libros más alegres que se hayan escrito. Es una de las pocas funciones bíblicas en que vemos feliz a Dios, ejerciendo de Gran Arquitecto. Pasó una tarde, pasó una mañana... ¡Alehop! ¡Que exista la luz! Daban ganas de ovacionarlo, pero el Mago hizo un sabio mutis por el foro. Así que Aristóteles, Linneo, Darwin y otros auxiliares tuvieron que ocuparse de los pequeños detalles, de las viñetas, y de la evolución del guión. Hay algo que une a Dios y al Big Bang. El origen del universo es un estallido divertido, un arrebato humorístico. Una ebriedad erótica. Leer ahora ese primer libro produce dolor en la vista, como el resquebrajarse del glaciar patagónico o las transmisiones en directo del deshielo ártico. En Easter, Patti Smith propone no follar con el pasado, sino con el futuro. Los emperadores, con su suicida laissez-faire, lo están jodiendo vivo. El futuro. Había que darles con el Génesis en la cabeza.

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