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Columna
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El griterío

Los amigos sensatos, a los que como yo asusta el griterío, me suelen alabar el gusto por vivir parte del año fuera de España, alejada de esa tendencia tan nuestra a convertir en exabrupto cualquier debate. Por suerte y por desgracia, la lejanía ya no es lo que era. Uno ya no se marcha a la manera machadiana, desnudo de equipaje, sino que se lleva a cuestas todo el griterío, metido en el ordenador diabólico. Y que conste que yo me llevo muy bien con el aparatillo: me permite trasladar mi profesión bajo el brazo y me ha creado vínculos de amistad con personas a las que de otra manera no hubiera conocido. Soy asidua visitante de blogs literarios, humorísticos, políticos, y comparto bromas con un círculo de ciberamigos a los que tengo en un altar.

Vivir fuera de España me ha permitido comprobar que la realidad a través del ordenador llega tremendamente distorsionada, porque lo que más rápido viaja es, sin duda, el griterío. En concreto, el griterío español, tan casposo y agresivo, ha encontrado en el ciberespacio su elemento. El griterío se manifiesta en revistas digitales, pero también en forma de libelo cibernético o de anónimo plagado de insultos. A veces, los insultos se rubrican con el sello de una formación política, lo cual dice mucho de cómo despachan algunos sus diferencias ideológicas. Son cosas muy antiguas, sólo que ahora viajan mucho más deprisa. Palabras como cerda, puta, fascista, progre abortista, pija socialista y qué sé yo, dan idea de la violencia interior que palpita en la mente de algunas personas.

La violencia verbal siempre hiela el corazón de los pacíficos, te hace presentir hasta dónde podrían llegar algunos seres humanos si pudieran. Por eso, hace falta volver, observar tu país no desde la pantalla del ordenador, sino a pie, donde compruebas que hoy, como en los treinta, la gente lo que quiere es vivir en paz.

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