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Reportaje:

El hombre de los mil goles (o casi)

Romario alcanza, según sus cuentas, la mítica marca de Pelé

Una vez, Romario dijo que cuanto más sexo practicaba, mejor jugaba al fútbol. No consta cómo ni con quién pasó la noche del pasado sábado el genial delantero brasileño. No se sabe si fue una velada agitada o tranquila, pero lo cierto es que al día siguiente marcó. Y no marcó un gol cualquiera. Marcó su gol número 1.000, según sus propios cálculos, y emuló al mítico Pelé. No fue en el estadio Maracaná, uno de los templos del fútbol, ni fue un tanto especialmente bello. Ni siquiera la FIFA, el máximo órgano futbolístico, reconoce oficialmente el registro. Pero lo importante es que a Romario, ese jugador "de dibujos animados", como le calificó en su día Jorge Valdano, le salen las cuentas. Y eso le basta para retirarse tranquilo.

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Corría el minuto 47 del partido que enfrentaba al Vasco da Gama, su equipo, contra el modesto Sport de Recife cuando el árbitro pitó penalti. Al público del estadio São Januario se le hizo un nudo en el estómago. Iban a ser testigos de un gol histórico. Romario tomó la pelota con firmeza. Era su gran oportunidad. Inició la carrera con decisión y le pegó duro. A Magrão, el portero visitante, ni se le pasó por la cabeza estropear la historia a sus futuros nietos. Se lanzó presto hacia el lado contrario, lejos del balón. El campo se vino abajo. El juego se interrumpió y al delantero, de 41 años, se le saltaron las lágrimas mientras daba la vuelta de honor y hacía declaraciones a la prensa. "Es el momento más importante de mi vida", afirmó.

Quizás el espectáculo resultó excesivo, pero fue en consonancia con la personalidad de un jugador que ha marcado una época. Para lo bueno y para lo malo, Romario ha sido un genio. Un artista en la más amplia concepción del término. Su llegada a la Liga española, en 1993, descubrió al mundo a un futbolista especial, capaz de hacer las más insospechadas diabluras sobre el césped. Era el Barça del dream team. Un equipo de fantasía en el que, por encima de todos, destacaba el cuerpo achaparrado de Baixinho, como le apodaron en Brasil por su corta estatura: 1,69 metros.

Romario inició su carrera en Holanda, en el PSV de Eindhoven. Allí fue el máximo goleador de la Liga. Pero no era feliz. Como todo genio, era un tipo excéntrico, de vida disoluta. Aquél no era el sitio adecuado para sus saraos. "En Holanda, para tomarte algo con un amigo, tienes que llamarle tres días antes y pedirle una cita", solía decir. Su marcha a Barcelona le cambió el ánimo. Allí desplegó su mejor fútbol, al mismo tiempo que encontró amigos más dispuestos que los holandeses para acompañarlo en sus juergas nocturnas. "Es que, si no salgo por las noches, no meto goles", se justificaba entonces.

La protección y la comprensión que requería un tipo de su talento se la dio Johann Cruyff, el entrenador del Barça, que lo adoptó como a un hijo. Tras algún intento en vano de controlar sus salidas nocturnas -"el Barça me puso un detective y acabé pagándole las copas", llegó a confesar Romario-, Cruyff entendió que lo mejor era darle cierta libertad. Y la cosa funcionó: fintas, vaselinas, caños... Romario marcaba goles de todos los colores. Ninguno tan célebre como el que le endosó al Madrid en 1994, cuando se inventó un quiebro imposible a Alkorta, el central madridista, que dejó con la boca abierta a todo el mundo.

Hay quien dice que Romario no ha marcado 1.000 goles. Que es una cifra inventada, en la que el jugador ha incluido hasta los que metía en los partidillos que echaba con sus amigos en las playas de Copacabana. Pero eso son las cosas que tienen los genios y los personajes de dibujos animados.

Junto a su hijo y su familia, Romario besa el balón del gol número mil.
Junto a su hijo y su familia, Romario besa el balón del gol número mil.EFE

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