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Columna
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El lacito

De mi paso como locutora-comentarista por Radio Cadena Española (hoy RNE) en Málaga me queda, dejando a un lado algunos amigos, el sentimiento de estupefacción que sentí cuando, recién llegada, comprendí que había dos acontecimientos hacia los que debía sentir entusiasmo obligatorio: la Feria y la Semana Santa.

Pensé, ingenua de mí, que eso me devolvía a un tiempo lejano y superado, pero cuál no sería mi asombro al comprobar que era más bien al contrario, ¡se trataba del signo de los tiempos! Eran esos hoy añorados ochenta en que la modernez arrimó el hombro para sacar en procesión vírgenes y cristos y se apuntó a clase de sevillanas, o de malagueñas, según el caso. De los populares se podía esperar lo cañí; de los socialistas la conversión fue asombrosa: un no querer quedarse atrás a la hora de amar las santas tradiciones. Lloraban con las imágenes sufrientes y vibraban con el paso de los legionarios. Oh, Dios mío, y una siempre, por sistema, abocada a ser de la procesión de los desfasados. Y entonces estaba desfasadísimo opinar que los políticos no debían encabezar manifestaciones religiosas. Por fortuna, me mandaron al banquillo cuando llegó el turno de retransmitir procesiones. Por ignorante.

Será por eso que siento esta maliciosa alegría cuando imagino la empanada moral de algunos que hoy andan estudiando cómo compaginar su amor (cultural) a las procesiones con los lacitos antiaborto de algunos cofrades, o que se incomodan al comprobar que unas manifestaciones religiosas subvencionadas utilizan esta presencia pública abrumadora para hacer campaña en contra de un proyecto de ley del Gobierno.

A qué hermosas contradicciones ha contribuido apasionadamente la izquierda todos estos años. Conociendo a mis clásicos, estoy segura de que encontrarán salida a ese cacao ideológico. Que les gusta una virgen.

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