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Columna
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La madre

Manuel Rivas

Vamos por una pista de tierra en Menorca. El auto cabecea como un burro, mientras las miradas celebran la deriva. Uno de esos momentos en que el humano no avanza para tomar posesión, sino que es poseído, y se olvida de la fotografía porque la cámara es él, una cámara oscura con los ojos en vilo, inquietos, porque esta belleza no estaba prevista, la naturaleza como algo irreal, escondida, febril, enferma de colores antiguos. Quieres y no quieres avanzar. Sientes también un miedo antiguo. El que todo se desvanezca al ser descubierto.

De repente, tras una curva, hay que frenar de golpe. Alguien gesticula en medio del camino. Es una anciana. Menuda y flaca. Mueve sus brazos como espadas de palo. Mentiría si hablase de una imagen graciosa. Ella sí tiene miedo. La máquina la ha alterado. Sus gestos son perseverantes, pero torpes. Grita. Avisa. Al poco, aparece él. Un hombre en mitad de la vida. De aspecto atlético, una impresión esta tal vez influida por su vestimenta reglamentaria de explorador. Botas de montaña, pantalón corto, chaleco de camuflaje, sombrero y prismáticos. Eso sí, nos ignora. Toda su atención se centra ahora en la marisma. Mira con los prismáticos. Alza el vuelo una garza. La anciana espera y nos hace esperar. El ave se pierde de vista. Él hace un giro y detiene el tiempo, escrutando en el borde de la salina pigmentada de rojo. Algo habrá. En el coche, alguien susurra: un flamenco, ¿lo veis? Se van. Ella delante, alerta. Él, a lo suyo, a lo desconocido.

Más tarde, por la noche, una amiga nos cuenta que la pareja son madre e hijo. Él es sordomudo. Desde niño, su pasión son las aves. Va siempre con la mirada en alto, a punto de despegue, mientras la madre le abre paso y ahuyenta los coches. No los volvimos a ver. Lástima. Ni a ellos, ni a las aves.

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