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Columna
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El mercado

Rosa Montero

En esta recta final de la orgía de compras navideñas me he puesto a pensar en el mercado. No deja de admirarme ese principio básico de funcionamiento que hace que, en la vastedad y complejidad del mundo, la oferta se acomode naturalmente a la demanda y viceversa. O sea, que si alguien quiere, por ejemplo, caramelos de jengibre en Budapest, los malditos caramelos terminan llegando desde la India hasta el pequeño comercio de la esquina como si las cosas se organizaran solas, pura magia potagia. Luego, claro, eso lo sé bien, están los deseos falsos e inducidos por la sociedad de consumo, en la que incluso se inventan enfermedades para vender medicamentos innecesarios. Pero, en cualquier caso, el mercado está relacionado con el deseo, aunque sea un deseo perverso y enfermizo. Cuando cayó el muro de Berlín, pregunté a una alemana septuagenaria de la RDA que para qué quería tener los supermercados llenos de productos, si carecía de dinero para pagarlos: "Pero ahora por lo menos puedo soñar que algún día los compraré", me contestó. Y es que en el antiguo Berlín Oriental no había ni plátanos.

Recuerdo que en la España todavía pobre de la Transición nos asombraban los catálogos norteamericanos de venta por correo, llenos de productos alucinantes. Mientras en los países del Este escaseaba hasta la fruta, el Oeste ofrecía los artículos más estrafalarios. Quizá el nivel de desarrollo se pueda medir a través de las imbecilidades que llegan a venderse. Hoy, en la España rica (pese a la crisis), nos hemos incorporado al mercado universal de las chorradas, desde relojes espías que graban audio y vídeo de tu casa cuando tú no estás (130 euros) a programas de iPad como Muse (Musa), que se anuncia así: "¿Teniendo algún problema para que se te ocurra una gran idea para tu próxima novela?" (2,39 euros). Somos unos malditos frikis, los humanos.

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