Más miedo

Érase un guardia civil al que le habría gustado ser ginecólogo. Todos los días iba al cuartel y cumplía sus obligaciones con desgana, porque a él no le gustaba detener delincuentes, ni poner multas de tráfico, ni realizar controles de alcoholemia, ni investigar, ni trabajar de agregado en las embajadas españolas. Por no gustarle, no le gustaba ni montar en moto. A él lo que le volvía loco era la ginecología. Pero la ginecología, le dijo su padre, requiere mucho tiempo, muchos estudios, muchas energías. De aquí a que seas capaz de vivir de la ginecología pueden pasar 15 o 20 años, hijo. Mejor haces una oposición que te garantice un sueldo y por la tarde, si de verdad esa rama de la medicina te atrae tanto, buscas el modo de dedicarte a ella, si no como profesional, en plan hobby. Siguiendo los consejos paternos, ingresó en el Cuerpo, donde coincidió con un comandante y un sargento con aficiones idénticas, pero frustrados también por las vueltas que da la vida. O la mente, pues no resulta fácil comprender el movimiento emocional capaz de llevar a un hombre de la obstetricia a las fuerzas armadas.
Pero no hay, se dijeron, mal que por bien no venga. Si para algo sirve el uniforme es para interrogar. Y a eso se dedicaron, a preguntar a mujeres inocentes, incluso a niñas, si habían abortado, y por qué y en qué condiciones. Se presentaban en sus casas disfrazados de guardias civiles (con sus insignias, sus pistolas y sus porras) y hacían a las aterrorizadas mujeres preguntas personales que eran, en la fantasía de estos individuos, las que les habría hecho un ginecólogo de verdad.
Todo muy raro, como verán, muy sucio, muy sórdido, muy indecente. Claro que en un mundo donde hay obispos castrenses, ¿por qué no intentar este híbrido bárbaro entre policía y obstetra? A medida que me hago mayor, me da más miedo todo.
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