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Columna
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Son los niños

Anoche compartí mesa con un palestino de unos 40 años, uno de esos hombres de acero que aquí, en Beirut, conocemos muy bien. Me da pánico la gente con causas justas. Ninguna causa, por cabal que sea, merece la muerte de un niño, ni el uso político de la infancia truncada, de la vida que no pudo ser, de los amores que no se pudieron otorgar, ni siquiera padecer. Lo he aprendido con la edad y fijándome mucho. Poquito a poco, quizá habríamos podido avanzar. A costa de muertes y de sacrificios, sin duda. Pero sin esta frialdad de la cirugía sin anestesia de los verdugos, y sin ese secretamente regocijado cálculo de los suministradores de víctimas, de aquellos que justifican sus fracasos tácticos refugiándose en el "cuanto peor, mejor".

-En el 2020 ya no habrá Estado de Israel -me dijo el palestino, diría que indiferente, mientras sorbía una cerveza Almaza.

Una amiga que me acompañaba y yo le contemplamos con estupor.

-O sea, ¿están ustedes dispuestos a ganar la guerra a cualquier precio? ¿Al precio de casi 20 años más de sangre de sus hijos?

Él tiene cinco.

Pero, ojo, no se me malinterprete. Yo estoy con los palestinos porque soy neutral. Si este periódico hubiera existido al final de los años treinta y me hubiera enviado a la Alemania nazi, y si yo hubiera sido la misma que hoy, habría contado la verdad de las noches de los cristales rotos y de los cuchillos largos y, años más tarde, en los campos de Polonia o de la propia Alemania; igual que conté lo que vi en la Suráfrica del apartheid, a la que Israel vendía armas y ayudaba a sortear el boicoteo de Naciones Unidas haciendo de intermediario para vender sus naranjas.

Son los niños, no las causas, los que construyen el futuro. O, al menos, no lo destrozan.

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