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Columna
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El odio

Los que acentúan la división entre personas de distinta ideología hasta hacer la convivencia insoportable, deberían pagarlo. Deberían pagarlo los que agitan la idea de que es imposible la amistad entre personas que votan a partidos enfrentados. Deberían pagar su enorme capacidad de hacer daño los que extienden la idea de que es imposible convivir con individuos de cierta religión. Deberían pagarlo. El 11 de septiembre de 2001 Estados Unidos padecía la era Bush. El entonces presidente no se presentó de inmediato en la ciudad del atentado. La demora fue interpretada como falta de reflejos por unos y como rechazo a una ciudad en la que nunca se sintió querido por otros. Aun así, aun sucediendo el atentado bajo uno de los gobiernos más emparentados con el extremismo religioso, los neoyorquinos supieron comportarse a la altura de su propia naturaleza: en la ciudad conformada por aluviones migratorios, se contuvieron los intentos de agresión hacia los numerosos musulmanes que pueblan sus cinco barrios. ¿Qué ha pasado entonces para que tras dos años de presidencia demócrata se haya elevado el número de americanos que demonizan a Obama por considerarle musulmán y para que un porcentaje considerable de ciudadanos estén en contra de que se construya un centro islámico cerca de la zona cero? A la vista está que para recuperar el poder el partido republicano no duda en valerse de mentiras y prejuicios hacia lo ajeno. Lo hace con furia. Sin importarle que el país se divida en dos. Algunos medios de comunicación, fieles también a esa táctica de alimentar la saña, hacen su trabajo. Lo han hecho concediéndole una importancia desmedida al patético quemador de coranes, el pastor Jones. En tiempos la mierda se extendía por un humilde ventilador, ahora el odio viaja mucho más rápido. Los que lo propagan, me temo, nunca lo pagarán.

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