La pataleta
No he visto todavía -e ignoro si alguna vez lo haré: mis caminos me alejan de la egocentrista Europa- la cúpula de Barceló en Ginebra. Pero leí la apasionada crónica de mi compañero Miguel Mora, que es fino catador artístico, y he contemplado las fotografías, ese renacimiento del colorido que promete mundos, promete espacios, promete vida.
Ojalá haya tanta humanidad en los pulcros asientos de la que será pomposamente llamada Sala de los Derechos Humanos y la Alianza de Civilizaciones. Quizá sus señorías -como supongo habrá que llamar a los embajadores de las buenas intenciones en Ginebra- cuando levanten sus cabezas, ocupadas por tantos y tan desgarradores abusos como se cometen en Oriente y Occidente, en Norte y Sur, quizá reciban del cielo de Barceló un rayo de humanidad goteante, un brioso deseo de imitar, en su desempeño del cargo, el desafío a lo imposible en que el artista basó la ejecución de su obra. Y así los pueblos fluirán hacia la justicia, que es el más cielo de todos.
Tiene Naciones Unidas muchos retos, demasiados condicionantes poderosos y lo peor de todo: que esto es lo que hay, en materia de intereses. Pero poner ese ataque de locura, esa apuesta por la vida, ese sueño visionario del mallorquín -con raíces también en Mali: componente importante- sobre las testas de los comisionados es lo mejor que puede hacerse. Que el espíritu libre del pintor les inspire. En cuanto a la polémica del dinero, ni caso. Entra dentro de la libertad de expresión que expongan sus quejas los adictos a acongojar Madrid con macetas de repollos sonrosados a la menor ocasión: cuando se casa un príncipe o se pasea un cardenal, o ambas dos cosas. Quienes en su día fueron partidarios de subvencionar a Norma Duval y de que doña Ana Botella remodelara su sede están defendiendo uno de sus derechos humanos mayores: el derecho a la pataleta.