El pecado

Raro este país nuestro en el que nadie dice lo que gana o lo que tiene. Es sin duda una manera de protegerse de la envidia; una táctica para librarse de los pedigüeños; en el mejor de los casos, el deseo de no herir al que no lo tiene. Un decoro inculcado en nuestro catálogo moral por la tradición católica. En ese respeto a las tradiciones, nuestras derechas y nuestras izquierdas se parecen mucho más de lo que ellas estarían dispuestas a aceptar. El votante de derechas cree que si un personaje público de izquierdas tiene un patrimonio no está legitimado para defender la justicia social; el de izquierdas está dispuesto a desconfiar, por principio, de aquel que se enriquece pero también genera riqueza, es decir, del empresario. El dinero hay que llevarlo en secreto. Es un pecado.
Y van y se publican los patrimonios de los políticos. Y como nuestra mentalidad es la que es, eso alimenta discursos populistas y da lugar a comparaciones entre las casas que tiene uno y los garajes que tiene el otro. Como siempre, debates estériles. Del patrimonio de un político me interesa solo la diferencia entre lo que tenía cuando comenzó a representarnos y el presente; me interesa lo que gana en relación a su responsabilidad; la pensión que cobra en su retiro y los privilegios que supuestamente debe seguir disfrutando de por vida. El resto, la casa que heredó de sus padres o la que se compró con su sueldo, no me aporta nada, no es de mi incumbencia. Creo en la transparencia, por supuesto, pero en un país tan aficionado a culpabilizar al que se le supone un mínimo de bienestar todos los datos tienden a interpretarse torcidamente. En el fondo, esta transparencia que degenera en cotilleo nos aleja de lo esencial: saber si nuestra democracia goza de mecanismos para controlar la corrupción, un pecado hacia el que tenemos una gran tolerancia.
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