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Columna
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El regalito

De entrada parecería que el estrafalario lío de los trajes de Camps podría dar origen a una infinidad de artículos jocosos y cáusticas bromas de humoristas. Pero, a decir verdad, veo al personal bastante apagado. No sólo ha habido menos mofas de las que me esperaba, sino que además los chistes no son buenos. Lo cual, si se piensa un poco, es natural, porque El Extraño Caso de la Sastrería es un mal chiste en sí mismo, un sainete penoso, e intentar burlarse de algo tan burlesco resulta redundante. De hecho, el sentimiento que predomina cuando te asomas a este asunto palurdo no es la hilaridad, sino la vergüenza. Ajena, desde luego, pero también propia, por el nivel político de cuchufleta que evidencia el país.

Y hay algo aún peor. Dejemos aparte el caso Gürtel, que se adentra en corruptelas mayores, y centrémonos en los malditos trajes y en la defensa numantina de Camps.

Hipótesis: se me ocurre que un político puede sentirse inocente si, por ejemplo, ha rechazado sobornos directos sustanciosos, pero al mismo tiempo le parece normal que la gente tenga detallitos con él, ora un traje, ora una pulsera para la esposa o cualquier bagatela semejante. Me temo que, por desgracia, estoy hablando de una honda y ancha costumbre nacional, de la vieja tradición de obsequiar con largueza a los poderosos. Un feo vicio que engrasa la maquinaria a derechas e izquierdas. Para medrar en España, practique la elegancia social del regalito, desde supuestas cacerías de miles de euros a vacaciones pagadas o préstamos de coches a perpetuidad.

Y seguro que, cuando reciben sin pestañear sus opíparos presentes, los mandamases piensan que no se los dan por el puesto que ocupan, sino porque ellos son la mar de simpáticos y la gente disfruta regalándoles.

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