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Columna
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Un respeto

Si todas las españolas que han tenido que abortar en su vida dieran un paso al frente, seríamos conscientes de la realidad de la que estamos hablando. En ese porcentaje, sin límite de edad, estarían aquellas mujeres que acudieron al piso de una abortera en los cuarenta; andando en el tiempo, nos encontraríamos con las que fueron a Londres un fin de semana, angustiadas por ser atendidas en una lengua que no conocían, y ya, en los últimos años, tendríamos a las que interrumpieron su embarazo en esas clínicas privadas que hicieron el papel que correspondía a la sanidad pública. Detrás de todos aquellos que opinan a gritos, Iglesia o acusadores espontáneos, hay muchas experiencias dolorosas. Un respeto.

Esta parte de la historia de las mujeres (tranquilos los que teman que voy a soltar el discursito de "la heroicidad de ser mujer") está plagada de silencios. Ni siquiera entre nosotras, tan dadas, se dice, a la conversación, se toca el tema. Cada una lleva consigo su secreto, su remordimiento, su alivio no exento de dolor, el rencor hacia quien no estuvo a la altura. Un respeto.

Es un asunto tan íntimo que el papel del Estado debe limitarse a crear el escenario para facilitar la libertad en esa decisión. Pienso que es algo que entiende la mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, me sorprendió que Trinidad Jiménez dijera que el debate está cerrado. Las democracias no tienen jamás debates cerrados. Lo compruebo cada vez que escribo sobre este asunto, defendiendo la ley de plazos, porque recibo cartas sorprendentes. El perfil del que se muestra reticente a esta ley no es sólo el derechista recalcitrante (ya quisiéramos), sino alguien que puede votar al mismo partido de la ministra. Y puedo entenderlo, aunque no lo comparta. Así debiéramos recibir esta ley. Como una opción a que mujeres adultas obren según su conciencia.

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