La ropa

Hace 10 años compré un traje oscuro que no me he puesto nunca. Quería comprobar si la ropa, aunque no te la pongas, envejece. El otro día lo saqué del armario, le quité la percha, lo coloqué sobre la cama y advertí con asombro que era un traje anciano, como si alguien invisible lo hubiera usado durante todo este tiempo para ir a la oficina. Aunque los hombres invisibles no deforman los codos o las rodillas con la violencia de los visibles, se percibía en esas zonas un desgaste sutil. Me puso los pelos de punta la vejez tenue de aquel traje que no había ido nunca al cine, que no había asistido a ningún cóctel, que no había viajado en el autobús o en el metro: un traje, en fin, que sin haber corrido ningún riesgo vital, estaba evidentemente cansado y listo para el ataúd.
Pensé de nuevo en la idea de que lo hubiera usado un sujeto invisible. Imaginé la posibilidad de que durante todos aquellos años, mientras yo leía, escribía o dormía, se hubiera desprendido de mí una versión incorpórea que había utilizado el traje. Una chaqueta y unos pantalones bien moldeados pueden funcionar como una prótesis corporal para alguien descarnado. Sin facilitar las prestaciones de un organismo completo, proporcionarían a un hombre sin cuerpo una sensación de volumen. Pero la ropa, en lo que tiene de ortopedia, resulta un poco triste. De pequeño, leí un cuento cuya acción transcurría en una ciudad donde los trajes salían a pasear solos, sin nadie en su interior, los domingos por la tarde. Impresionaba imaginar las plazas y las avenidas de aquella ciudad.
Mi traje, sobre la cama, parecía sacado de aquel cuento. Te lo imaginabas en el casino, departiendo con otros trajes de su calidad (clase media), soñando quizá con tener más algodón, o menos fibra, y se te encogía el alma de lástima. A lo mejor le habría gustado ir en alguna ocasión al tinte. Hurgué en sus bolsillos, por si hubiera en ellos alguna nota, alguna moneda, algún billete de metro o autobús, pero no hallé nada. Finalmente, lo colgué de nuevo de la percha y volví a guardarlo en su sitio porque no se me ocurría qué otra cosa podía hacer con él (o por él). Y ahí sigue, haciéndose mayor, víctima del tiempo oscuro que discurre dentro de los armarios.
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