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Columna
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La saña

Poco disfruté del corte informativo -tan insólito como ver a Isabel de Inglaterra rascándose los pies- que mostraba el actual presidente de la patronal lucubrando sobre si, tal vez, los más ricos podrían, o quizá deberían, pagar algo más. Poco porque lo que, estos días, apenas me deja resquicio para dar cabida a otras indignaciones es la miserable campaña que, desde la derecha central, se está lanzando contra la educación pública, en la carne de los maestros. Cuando pienso en el trío formado por Aguirre, Cospedal y Botella, concluyo que España debería convertirse en un osobucco; entonces recuerdo el Reino de Valencia, y me callo.

Cargarse la educación pública o, al menos, desasistirla, es una meta primordial de todas las derechas que en el mundo existen, y no solo para ahorrar. Su objetivo a largo plazo es prolongar la hegemonía de sus cachorros, educados en las más exquisitas escuelas e imbuidos de la noción, que se les transmite, de merecedores de la herencia por derecho natural. Este es también el propósito de la derecha española, a la que no hace falta calificar con un adjetivo, pues con poner española ya sabemos que deja en mantillas a todas las demás, con excepción de la chilena y la polaca. En esta cruzada que vienen librando los dirigentes del PP y su digna militancia para recuperar el país que consideran suyo, no pueden permitirse descuidar esa parcela, la escuela y sus maestros, a cuya sombra puede crecer el árbol de la sabiduría del que podrían alimentarse quienes se hallan en la base de la pirámide o solo un poco más arriba.

Lo que caracteriza a estos caballeros y a sus equivalentes con camisita y canesú, situándoles por encima del listón marcado, por ejemplo, por Margaret Thatcher, es la saña.

Saña. Que rima con campaña y con guadaña.

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