En el siglo XVI

No sé lo que ocurre ahí fuera, pero en la moderna pantalla de plasma en la que habito estamos en el siglo XVI. No hay aquí documento de civilización que no lo sea también de barbarie. Ver al jefe de Al Qaeda ante un tribunal internacional, como ocurrió con los criminales nazis en Núremberg, sería una victoria para la humanidad. Si lo arrojaron al mar, podrían haberlo dejado caer en una sala penal o en un plató de la Fox. El enigma crea mitos. Una sentencia justa los desmonta. Pero todos los mandatarios se felicitan. Ya nadie habla de avanzar en jurisdicción universal. En coordenadas irónicas, parpadea un aforismo de Mark Twain: "Dios inventó las guerras para que los norteamericanos aprendiesen geografía". El último locus horribilis era Fukushima, tan desenfocada que más que una catástrofe nuclear parece un desarreglo óptico del que nosotros somos culpables. Hemos podido ver con mucha más precisión la poco exótica fortaleza de Abbottabad, adscrita al feísmo internacional. En Fox News cuentan algunos detalles coloristas. Los Laden no devolvían los balones cuando caían en el interior de la finca. Desde niños sabemos cómo es la gente que no devuelve las pelotas. Luego entrevistan a Kissinger, célebre analista medieval. ¿Qué hago aquí? He decidido disfrutar de mi capital televisivo. La media española es de 234 minutos de consumo por persona y día. Alguien se ha estado quedando con mis cuatro horas de pantalla. Así que he decidido anidar en el plasma, mientras observo fascinado el retorno de Wojtyla. Mejora mi calidad de vida. Me ha conmovido la boda real británica, sobre todo por las pamelas y los caballos. En los programas de corazón, recibo información básica de la que antes carecía. Carla Bruni anuncia que ha dejado de ser de izquierdas. Menos mal que nos queda la segunda jequesa de Catar. Así me gusta. Que haya alternativa en el siglo XVI.
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