El silencio

Siento una profunda curiosidad por los asistentes a los mítines. Me gustaría saber cómo hacen para que su pasión por un partido no decaiga. Me recuerdan a aquellas damas que por mucho que el marido les pusiera los antiguos cuernos (ahora cachos) se sentían compensadas con la dudosa honra que les otorgaba el apellido del varón y el orgullo de tener sus camisas colgadas en el armario. Amor ciego.
Sin pedir cuentas, la afición se presenta a los actos de campaña y, cante bien el artista o sea un desastre, quien no va a decepcionar es el público, que aplaudirá cuando el líder se ponga farruco y se reirá cuando llegue la parte chistosa. A nivel televisivo la grey mitinera cumple su función. Hasta ahí, el aparato de propaganda del partido se siente compensado. Lástima que, como tanto se ha dicho, no es a los fans a los que un candidato ha de convencer. Por mucho que le fastidie a dicho candidato los que importan son los reticentes, esos rencorosos que, por ejemplo en Cataluña, no olvidan el desastre que ha sido un tripartito que hasta los protagonistas tratan ahora de eludir en sus actos de campaña.
A la política le sienta estupendamente el olvido. El olvido, más que otra cosa, es lo que le está funcionando a Convergència en estas elecciones: sus errores quedan más lejos, y sus líderes tienen la ventaja de poder hacer sangre con los que protagonizaron las equivocaciones recientes.
En realidad, no se sabe a qué viene tanta palabrería electoral cuando lo que movilizaría al electorado más exigente sería el silencio, un silencio que consiguiera no aumentar la indignación de aquellos que vieron malbaratadas sus ilusiones. Si a ese silencio se sumara la desaparición de todos esos vídeos para idiotas en los que se relaciona el placer (sexual) con el acto de votar, igual hasta hay algún indeciso valiente que mueve el culo.
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