La sombra de Lawrence de Arabia

En mis primeros viajes a Jerusalem solía hospedarme en el hotel King David en cuyos salones, sobre mullidas alfombras, se daban abrazos muy financieros los empresarios y plutócratas judíos o peregrinos de alto nivel llegados de Norteamérica. Para estar a la altura de ese hotel de lujo había que ser discreto, sentarse correctamente en las butacas del vestíbulo con una pierna elegantemente cabalgada y llamar al camarero con un gesto casi invisible sin chascar los dedos. En el bar y en los tresillos había siempre un rumor de negocios. Allí se seguía la ortodoxia estricta. En la fiesta del sábado los ascensores permanecían siempre abiertos, subían y bajaban, paraban en cada planta mediante una célula fotoeléctrica sin necesidad de pulsar ningún botón. La observancia religiosa llegaba a ese extremo de rigor. Durante el mandato británico el edificio era cuartel militar y fue volado por terroristas judíos que después recibirían el Premio Nobel de la Paz.
"Aquí se ha cocido todo lo más interesante de la política y la guerra de esta región"
En Jerusalem no conocía un hotel acorde con mi sentido de la vida hasta que descubrí el American Colony, situado en la parte árabe de la ciudad, a unos diez minutos de la puerta de Damasco. Fue en uno de los viajes en que iba yo a escribir un reportaje sobre el túnel de los Asmoneos abierto junto al Muro y que atraviesa la cepa de las mezquitas hasta abrirse en el corazón de la Ciudad Vieja. El periodista boliviano Carlos Gumucio, corresponsal de EL PAÍS, vino a rescatarme del King David, me llevó al American Colony e intervino con la dirección para que me instalaran en la habitación del pachá. "No puedes perderte esta experiencia. En este hotel se ha cocido todo lo más interesante de la política y la guerra de esta región desde Lawrence de Arabia, que también se hospedó aquí", me dijo. Instalado en aquella suite tenía que andar más de cincuenta pasos para llegar al cuarto de baño.
El American Colony había sido un antiguo palacio, que una familia de misioneros norteamericanos lo adoptaron como colonia para ejercer la filantropía cuando se afincaron en Palestina a finales del siglo XIX. Horacio y Anna Spafford tras la pérdida de sus cuatro hijas en un naufragio salieron de Chicago en 1881, viajaron a Jerusalem junto con dieciséis miembros de su iglesia y se establecieron en la Ciudad Vieja para ayudar a familias pobres. No ejercieron el apostolado, pero vivieron en comunidad como los primeros cristianos. Abrieron sus puertas a todos los vecinos judíos pobres y a los beduinos a lo largo del río Jordán. La gente se refería a ellos como los americanos y a su tarea benéfica se unieron en 1894 setenta suecos que vivían en Estados Unidos. Este aluvión de colonos espirituales requirió adquirir una casa más grande. Encontraron este palacio levantado para un pachá y sus cuatro esposas, que después de convirtió en el hotel American Colony.
En 1902, el barón Ustinov, abuelo del actor Peter Ustinov, lo reformó para acomodar en Jerusalem a sus amigos visitantes y también para peregrinos que no encontraban el confort mínimo en las deplorables posadas turcas. Durante la I Guerra Mundial fue hospital de sangre y allí se sacó una sábana blanca, que se conserva en el Museo de Londres, para señalar el fin de la contienda. Así terminaron tres siglos de dominación otomana.
Es un hotel con más de 120 años de historia que presume de reunir a judíos y árabes, como un oasis al margen de las luchas intestinas. Es el preferido de los periodistas internacionales y diplomáticos. El hotel pertenece todavía a los descendientes de los Spafford. Allí escribieron Dominique Lapierre y Larry Collins la novela Oh, Jerusalem, dejaron su rastro Lauren Bacall, John Le Carré, Graham Greene, Marc Chagall, la emperatriz de Etiopía y Alec Guinness, entre otros. Lawrence de Arabia levantó aquí alguno de los siete pilares de la sabiduría.
Instalado en la suite del pachá por los buenos oficios de mi amigo Gumucio, que era una autoridad sobre todo en la barra del bar con el gin-tonic en la mano, me enrolé en un grupo de periodistas de Televisión Española y Radio Nacional, que iba a cubrir la retirada de las tropas israelíes de la ciudad de Hebrón. Iban todos equipados con chalecos y pantalones con muchas cremalleras al uso de los corresponsales de guerra; en cambio yo iba vestido como de notario Gandía con chaqueta de espiguilla y pantalón de franela. Me sentía ridículo en aquel jeep en medio de aquella tribu de periodistas excelentes, como Daniel Peral y Fran Sevilla, rayados en mil historias. En el zoco de Hebrón, junto a la iglesia-mezquita-sinagoga que es la tumba de los patriarcas hubo un conato de balacera debida a unos colonos que se negaron a abandonar su casa mientras uno de ellos realizaba la ceremonia bíblica de rasgarse las vestiduras en señal de protesta. Nada. De regreso al American Colony sentí que había vivido una aventura y en el jardín del hotel bajo las palmeras me tomé un gin-tonic y allí pude imaginarme en el centro de todas las conspiraciones. El American Colony era el hotel en que había que estar para respirar la historia de árabes y judíos. Con una copa en la mano, hecho todo un hombre.
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