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Columna
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La transición

Manuel Rivas

Hay padres y guías predilectos de la Santísima Transición que ahora amonestan a diario a aquellos que no se atienen al programa. ¿Qué programa? Pues no lo sabemos. Tal vez todavía rige un programa secreto para la transición española, y los ciudadanos, o desciudadanos, en este caso, no sabemos si se asemeja a una versión autóctona de El fin de la historia del lince Fukuyama o está encriptado en el reglamento de Mira quién baila. Algunos de nuestros cascarrabias transitorios me recuerdan a esos curiosos personajes que en los viajes colectivos se erigen de repente en líderes excursionistas. Suelen ser personas resolutivas, con un don especial para el banderín de enganche y con vocación de GPS. Pero hay también una clase de decisionistas que se incomodan mucho y hasta pierden los estribos cuando otras personas no comparten su particular hoja de ruta. Ni las paradas, ni el menú. Por ejemplo, hay que desmontar algunas de las leyendas establecidas sobre la transición, como esa noria mediática del descuartizamiento territorial y el caos babélico. Todos los estudios serios están indicando lo contrario. El cuasi-federalismo de la Constitución ha reducido desigualdades e integrado más a España. Pese a la facción terrorista, hoy existe una demanda de espacio común y un nivel de confianza básica mucho mayor que hace un cuarto de siglo. Otra distorsión es presentar como un descarrilamiento, un "desbarre" se escribió también, lo que es un imperativo legal para la Justicia y para el Estado español, después de años de incomprensible dejación. Los crímenes del franquismo no sólo son un agujero histórico, sino un caso vigente, descomunal, de "inseguridad jurídica" para miles de víctimas desaparecidas y sus familiares. El auto de Garzón claro que tiene un sentido simbólico, además de su valor jurídico. Salva a la Justicia. Debería acompañar a la Constitución como anexo. Y los profesores de ética, divulgarlo en la escuela. Aunque fuese en inglés.

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