La tribu

No nos dejemos hundir por el abatimiento cuando Solbes anuncia que tendrá que recortar las transferencias a los ayuntamientos; no parece probable que esto empuje a los municipios a distinguir entre lo fundamental y lo accesorio. Seguiremos fieles a nuestro estilo: cachondos y derrochadores. Dentro de nuestras más empecinadas tradiciones está el poner por delante los gastos del jolgorio al de las bibliotecas públicas o el alumbrado. Sin movernos de casa, sólo leyendo el periódico, asistimos cada agosto a la alegre competencia fiestera entre un pueblo y el de al lado. Y a fin de no enturbiar esta felicidad colectiva, ya ni se escriben aquellos artículos sobre la brutalidad de algunas fiestas populares, gracias a Dios esa crítica se quedó perdida en un tiempo en que estas manifestaciones se tenían como el lógico desfogue de un pueblo atrasado. Cosas de una izquierda caduca. Con el auge de lo identitario, los excesos colectivos se fueron adornando antropológicamente con las palabras transgresión y cultura popular, y el intelectual quedó convertido en el primer divulgador de las esencias de su tierra. Como resultado de esta incontenible autosatisfacción, los españoles nos pasamos la vida subvencionando actos culturales: borracheras agosteñas, petardos, torturas a vaquillas y a toros y 120.000 kilos de tomates. Las fotos que aparecen en la prensa extranjera de nuestro extraordinario país son elocuentes: unos mozos, con el torso al aire, queman los cuernos a una vaquilla que saliva sin cesar aterrorizada; unos mozos, enseñando pecho, restregándose unos contra otros en un apiñamiento claustrofóbico, celebran a saltos la lógica excitación que provoca el espanzurramiento de tomates. Y no estamos solos: Google, esa empresa humanitaria, celebra nuestra singularidad adornando su logotipo con tomates virtuales. ¡Viva la tribu!
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