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Reportaje:

El último español en Irak

El carmelita Manuel Fernández ordena miles de libros de su convento

Ramón Lobo

Manuel Hernández es menudo y parlanchín; viste pantalón corto y una camiseta vieja plagada de agujeros y manchas. Este carmelita descalzo es, desde la evacuación de las ONG, el único español residente en Irak. En el patio del convento de ladrillo, por el que trastean tres gatitos, hay muescas de metralla de una explosión reciente. "No disparan contra nosotros, pero estamos en la trayectoria", dice encogiéndose de hombros. La policía les ha recomendado medidas. "Nos dijeron que no cerrásemos las ventanas con cerrojo para que no hagan resistencia a la onda expansiva".

El padre Manuel apenas sale de casa, pero no tiene miedo: "Si me voy cuando la gente está en peligro, ¿qué les digo a la vuelta?: '¿Cómo estáis?'. Si nos vamos perderemos todo el prestigio moral". Este cura, nacido en Guadix (Granada) hace 64 años, está habituado al riesgo: 21 años en Zaire (ahora República Democrática del Congo), dos en Nairobi, uno en El Cairo y seis en Israel. A Bagdad llegó en marzo de 2003. "Aquí he encontrado la paz que no tenía en Palestina", afirma.

"Si me voy cuando la gente está en peligro, ¿qué les digo a la vuelta?: '¿Cómo estáis?"

Se levanta temprano, a las seis, reza en la capilla hasta las ocho, desayuna y se encierra en la biblioteca, su lugar preferido. Allí revive entre el olor a papel varios miles de libros desordenados y sucios apilados en estantes que se ha empecinado en ordenar, limpiar y clasificar. A las 12.30 almuerza, se echa un rato ("la siesta santa") y después escribe cartas y se pelea con Internet. "No consigo ver periódicos españoles; todos piden clave de acceso". A las cinco y media reza otra hora y dice misa. Cena a las siete y media y tras 45 minutos de oración se va a la cama a leer, su otra gran pasión.

Le gustan las visitas y la compañía, pero sobre todo le agrada rememorar África. "Viví en la zona de Masisi. La parroquia incluía 46 pueblos. Cuando salíamos de visita nos llevaba un mes pasar por todos. Recuerdo con cariño un proyecto en Ngoy, cerca de Walikale. Allí cortaban el río para crear pantanos y criar peces, pero esas aguas estancas eran el paraíso de los mosquitos. Mucha de esa gente enfermaba de paludismo. Algunos niños eran amarillos más que negros por la escasez de glóbulos rojos. Con la ayuda de Manos Unidas limpiamos las aguas y les enseñamos a mantenerlas sanas. El resultado fue muy hermoso". Cuando se le pregunta si después de una vida al aire libre no se siente un preso en Bagdad, se ríe a carcajadas: "No. Ya me merecía un descanso. Son etapas de la vida que van pasando".

Manuel habla perfectamente español, inglés, francés y los tres idiomas africanos de su antigua parroquia (kinya-ruanda, suajili y kinande). Se maneja bien en hebreo y en árabe. "Este idioma no lo puedo estudiar más; el disco de mi memoria está lleno". Si se le pregunta qué siente al ser el único español en Irak, responde desternillado: "Español, francés, eso son cosas pequeñas".

En el patio del convento, que parece arrancado de Castilla, el padre Manuel asegura que no echa de menos su tierra, aunque en la despensa guarda chorizo. "Mi familia no sabía que estaba en Irak. Les dije que iba a Siria. Casi no mentí: no estamos tan lejos. No quería que se preocuparan". Le gusta conversar de todo, de política y de asuntos polémicos como el preservativo. Tiene una visión esculpida entre selvas: "Soy como ellos, sencillo y alegre". Donde está el convento a veces se escuchan disparos. "Así llevan toda la mañana", se queja. Y da de beber leche todos los días a los tres gatitos porque aún sueña en el futuro: "Vendrán bien para cazar ratones".

El padre Manuel Hernández, en la biblioteca del convento carmelita descalzo de Bagdad.
El padre Manuel Hernández, en la biblioteca del convento carmelita descalzo de Bagdad.R. L.

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