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Reportaje:FUERA DE RUTA

El fabuloso mundo del Señor de Sipán

Oro ceremonial procedente de 11 tumbas moches al noroeste de Perú

Todo empezó a comienzos de 1987. El relato de los hechos parece más una novela de suspense que otra cosa. De repente, en el mercado negro de Chiclayo, al norte de Perú, empezaron a menudear piezas de oro preincaicas, extraordinarias; hubo incluso algún huaquero (salteador de tumbas) que apareció asesinado. El arqueólogo Walter Alva y la propia policía empezaron a tirar del hilo. Llegaron así a la aldea de Sipán, cuatro casuchas de adobe arrimadas a unos montículos de los cuales los saqueadores extraían su botín. No fue fácil frenar a los campesinos, pobres y engolosinados; hubo que trabajar al principio rifle en mano.

Pero enseguida dieron con lo que buscaban. En una hornacina subterránea, un esqueleto sin pies parecía condenado a vigilar un tesoro. Siguieron sacando tierra y hallaron otro esqueleto, otro guardián con los pies cortados, para que no escapara; muy importante debía de ser lo custodiado. Finalmente apareció: debajo de un enrejado de troncos de algarrobo y adobe yacía el que enseguida llamaron Señor de Sipán, cubierto de fundas y atributos de oro. Flanqueado a ambos lados por dos edecanes, tal vez sus jefes civil y militar. A la cabecera, un esqueleto de mujer, tal vez su esposa, y a los pies, otro esqueleto femenino, su concubina quizá, y también su perro. El Señor había muerto en torno a los 40 años de edad, por alguna epidemia -todo eso lo fueron desvelando las autopsias-; sus compañeros de eternidad fueron sacrificados en solemnes ritos funerarios, seguramente envenenados.

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Dos años más tarde, en 1989, encontraban otra tumba repleta de oro. Pensaron que la de un gran sacerdote. Al año siguiente aparecía el enterramiento del que llamaron antiguo Señor de Sipán, otro jerarca anterior al primero. Y así hasta 11 tumbas, por el momento, las dos últimas pertenecientes a un acólito de chamán y a un guerrero. Oro por todas partes, forrando cada miembro u órgano (orejeras, bigoteras, narigueras, tapanalgas...), y soberbias coronas en forma de hacha o puñal (el tumi ceremonial que alude a la deidad suprema, Ai-Apaec, el Gran Decapitador). Y muchísima cerámica, varios miles de huacos o vasijas reproduciendo los mínimos gestos cotidianos, en el mundo de los vivos o de los muertos.

Era un hallazgo fabuloso. La sociedad National Geographic -que apadrinó y contribuyó a las excavaciones- lo calificaba como uno de los grandes acontecimientos arqueológicos del siglo XX, sólo comparable al hallazgo de la tumba de Tutankamón, en 1922, o a la del emperador chino en Xian, custodiada por 8.000 guerreros de terracota. Había que alojar aquellos tesoros en un lugar adecuado. Los últimos cinco años los ha empleado Walter Alva en poner a punto el Museo de las Tumbas Reales, recientemente inaugurado por el presidente Toledo en Lambayeque, a unos 12 kilómetros de la capital regional, Chiclayo; un edificio con formas piramidales y rampas, que se visita de arriba abajo, para recrear el espíritu que guiaba a los arqueólogos.

Orfebres y artesanos mochicas

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Una atmósfera de silencio y penumbra envuelve al visitante en su inmersión. Y una sociedad fascinante se desvela ante sus ojos: los moches o mochicas desplegaron su cultura entre los años 200 y 600 de nuestra era, cuando en Europa el Imperio Romano se deshacía. Era una sociedad bien articulada, a la vez sofisticada y sanguinaria, que no conocía la escritura, si bien la lengua moche ha sobrevivido en algunas aldeas. Eran expertos labradores, dominaban las técnicas de riego, y, por supuesto, excelentes orfebres y artesanos. Los huacos (vasijas con formas animales o humanas) recrean la estampa de una sociedad hedonista, desinhibida: asombra, por ejemplo, la variedad de posturas y combinaciones sexuales que reflejan estas cerámicas.

El visitante rasga la oscuridad, entre brillos de oro y texturas de barro, hasta bajar a las tumbas; una recreación que aloja, sin embargo, los objetos y huesos originales. Al final, un diorama reproduce, a tamaño natural, la corte en pleno del Señor de Sipán. Una cultura heredera de otras tan prestigiosas como la chavín (hacia 1000 antes de Cristo) y coetánea de las vecinas culturas sicán, cupinisque, vicú o chimú, que florecieron mil años antes de que hicieran su irrupción los incas; precisamente fue la formidable máquina de guerra inca la que unificó, arrasándolas, disolviéndolas, todas aquellas culturas precedentes.

En Lambayeque hay otro museo más antiguo, el Brüning, construido en 1966 para alojar las colecciones reunidas a lo largo de medio siglo por el peruanista Enrique Brüning, pertenecientes a las culturas de la zona. Chiclayo, la capital, ofrece un aspecto polvoriento, desangelado; aunque es antigua (la fundaron los españoles), sucesivas catástrofes o incendios (los últimos azotes, los del Niño, entre 1997 y 1998) la han deslustrado. Ni la plaza de la catedral ni sus calles pueden competir con el tirón del misterio moche. Sólo a 30 kilómetros de allí, tras atravesar campos casi obsesivos de caña de azúcar, se encuentra la aldea de Sipán, donde todo comenzó.

Es un lugar pobre, cuatro casuchas de barro y de nuevo campos de caña. Algún precario tabanco y un enjambre de chiquillos mercantes señalan la entrada a Huaca Rajada, embrión de parque temático o algo así: los cerros donde se hallaron las tumbas. En uno de ellos, en los hoyos abiertos por los excavadores, se han colocado reproducciones (algo toscas) de las piezas y esqueletos, justo para dar una idea. Cuando los aguaceros de El Niño lavaron y descarnaron lo que parecía otro cerro, al lado, se descubrió que en realidad se trataba de una gigantesca pirámide de adobe. Hay unas 20 más en la zona, sin excavar, cubiertas por bosquetes de algarrobos y alquerías campesinas. Al más pesimista de los arqueólogos se le vuelve todo jugos el estómago con sólo pensar en ello.

Desde Chiclayo, esta vez en dirección opuesta, a unos 20 kilómetros, hay otro pueblo de piel banal, Ferriñafe, a cuyas espaldas fulge un edificio de cristal y atrevidas curvas: es el Museo de Sicán; una cultura emparentada con la mochica, pero distinta, perteneciente, como ésta, al periodo que los arqueólogos peruanos llaman de regionalización. Es un museo de vocación didáctica, con menos objetos, pero la riqueza de algunos tocados ceremoniales en forma de tumi alcanza o incluso supera a las piezas moches de Sipán.

Más alejado, en esa misma dirección, se encuentra otro lugar que tiene mucho de mágico: las pirámides de Túcume. Más de 20 montañas de adobe, roídas por el viento y la lluvia, cuyas tripas secretas van siendo escarbadas pacientemente por los estudiosos. Sólo en algunas es posible contemplar una primera cata. La mayoría de esas falsas montañas componen un paisaje lunar y opaco. La magia está en el aire. Los brujos de la comarca son respetados; el que más, don Víctor, que te limpia el alma por 200 dólares de nada. Quizá sean él y otros chamanes, sin saberlo, la reliquia viva de aquellas culturas olvidadas, borradas del mapa por los incas, primero, y por los españoles, después.

Recreación del círculo de poder moche y sus accesorios de oro, que incluyen coronas en forma de hacha ceremonial
Recreación del círculo de poder moche y sus accesorios de oro, que incluyen coronas en forma de hacha ceremonialC. P.

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir- Iberia (902 400 500) vuela a diario desde Madrid a Lima; a través de www.iberia.com, y comprando con 30 días de antelación, tarifas a partir de 617 euros más tasas para volar en julio y agosto, y a partir de 558 euros más tasas para septiembre.- Desde Lima hay varias compañías (LanPerú, Aerocontinente) con vuelos domésticos hasta Chiclayo. - El Corte Inglés (www.viajeselcorte ingles.es; 902 30 40 20) incluye esta zona en el recorrido Perú Arqueológico. 14 días, a partir de 2.797,50 euros, y Aventura Peruana,9 días, a partir de 1.880 euros.- Catai (en agencias y www.catai.es) incluye Chiclayo en su itinerario Perú Arqueológico; 14 días, a partir de 2.739 euros.Información- http://sipan.perucultural.org.pe.- www.peru.org.pe.- Turismo en Lima (00 51 15 74 80 00).

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