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LECTURA

'Los crímenes del lago de las tristeza'

Una novela negra de la estadounidense Erin M. Hart

Fragmento de la novela
El frío lo despejó. En ese momento sintió que se hundía en el agua helada remansada del pantano. Abrió los ojos y tuvo la absoluta certeza de que moriría allí. Supo también que lo habían llevado hasta allí sólo por eso, que había nacido sólo para eso. Pero su cuerpo, al parecer, exigía mayor persuasión. Movió la cabeza porque se sentía confuso, como quien despierta de un sueño. ¿Era real lo que le ocurría o era sólo la visión de lo que aún estaba por ocurrirle? Recordó una carrera, un golpe fortuito... pero ¿y antes de eso?

Permaneció quieto un momento, pero enseguida comenzó a presionar las paredes con manos y codos, luchando lentamente con el líquido oscuro y espeso en el que ya estaba inmerso hasta la cintura. Lo arrastraba, lo chupaba hacia abajo. Ya nada podía pararlo. Quiso aspirar aire y notó la correa que le rodeaba la garganta y de pronto fue consciente de un calor extraño que se le extendía por el pecho. Era sangre, su sangre, viscosa y de un sabor como metálico. Pero la sensación principal era de frío, un frío penetrante que le entumecía el cuerpo y se combinaba con un insospechado dulzor, cuyo engañoso propósito conocía, y que no era otro que arrastrarlo hasta sus entrañas, profundas y familiares, y retenerlo en ellas para siempre.

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Sobre su cabeza, la tarde de mediados de verano iba desvaneciéndose, pálida y suave, y en sus ojos se reflejó el menguante atardecer, todavía visible a través del agujero en el pantano donde estaba metido, la abertura apenas a un codo por encima de su cabeza. Sus hombros musculosos eran los de un hombre que había ordeñado los animales al rayar el alba y al caer la tarde, que cada primavera hendía la tierra con el arado, que sembraba trigo y lo segaba con afilada guadaña... un hombre regido por los ritmos circadianos de la luz y la oscuridad. Los rasgos enjutos de su rostro recién afeitado hablaban de un trabajo muy duro y de escasas cosechas.

Conocía el lugar, aquel pantano. Era un sitio misterioso y sagrado, habitado por espíritus y extrañas neblinas, un paraje cambiante, peligroso. Lo había cruzado infinidad de veces, pisando con cuidado entre libélulas de resplandeciente azul y verde, mientras perseguía una liebre o un perezoso urogallo. Había visto la misma luz crepuscular en sus pozas de agua quieta, que recordaban las pisadas de algún héroe o fragmentos de un cielo caído en la tierra. Se había agazapado en sus bordes para observar las masas carmesíes de los gusanillos rojos que casi se metamorfoseaban ante sus ojos y levantaban el vuelo, para juntarse con las nubes trepidantes de insectos que planeaban sobre el agua emitiendo un leve zumbido. No volvería a verlos nunca más porque había entrado en un lugar del que no se regresaba jamás.

Prisionero del peso de su propio cuerpo, sentía que se hundía más cada segundo que pasaba, aunque sus manos se movieran inútilmente tratando de empujar aquellos muros que rezumaban agua en el hoyo donde estaba metido. Soltó un involuntario alarido, se retorció y se puso a arañar furiosamente la tierra, cayendo en el comportamiento instintivo del animal caído en la trampa, ese animal que deja los dientes al descubierto y lucha con todas las fibras del cuerpo, incapaz de razonar ni de comprender. Pero tenía los pies empantanados en aquella turba convertida en lodazal y sabía que no se libraría de ella. Había empezado a marearse. Tenía las piernas ateridas y, a medida que el agua ascendía, comenzó a temblar cada vez más. Aunque percibía que un frío espantoso lo iba envolviendo, sabía que muy pronto la sangre empezaría a circular por su corazón con mayor lentitud. Dejó de luchar, pues, y se quedó quieto, atento al aire que entraba y salía de sus pulmones, una respiración cada vez más somera. Un recuerdo se tendió como una tela de araña a través de su conciencia: una voz de mujer, dulce a su oído. Sintió que se le desplomaba la cabeza, no tardaría en ser engullido, devorado por la tierra insaciable, origen y fin de la vida.

En los últimos momentos, sólo el instinto le hizo mantener la barbilla sobre la superficie, pero cada estremecimiento involuntario iba hundiéndolo más y más. El agua le mordía las heridas, ya estaba empezando a escurrírsele dentro de los oídos y, lentamente, iba excluyendo todos los demás sonidos, salvo los latidos de su corazón. Pronto sólo asomaron en la superficie del agua su rostro y sus manos, aunque sus ojos siguieron abiertos mirando arriba, y la última imagen que quedó impresa en ellos fue el perfil familiar, aunque nebuloso, de una cabeza y unos hombros, enmarcados allá arriba por una irregular abertura y recortados contra la luz mortecina del atardecer. ¿Su salvador o su verdugo? Un momento después, musgo vivo y turba húmeda se cerraron sobre él, cubrieron sus ojos y le penetraron en la nariz con el dulce perfume de la hierba y el brezo, y entonces abandonó toda resistencia y acabó por ceder al frío abrazo del pantano.

A unos cien kilómetros en línea recta al oeste de Dublín, en la orilla septentrional del pantano de Loughnabrone, situado en los últimos confines occidentales del condado de Offaly, Nora Gavin ya se había formado una imagen precisa del hombre que se suponía que debía rescatar. No imaginaba su imagen completa, puesto que el cuerpo del hombre que vería estaba partido por la mitad, tronchado irregularmente por una excavadora. La imagen que había hecho nido en el fondo de sus pensamientos era la de unos tendones segados y algo encogidos, la piel ennegrecida por siglos de inmersión en la infusión fría y anaeróbica del pantano. Sabía que sería una suerte encontrar intacta por lo menos una parte del cuerpo, ya que habrían bastado unas cuantas estaciones más de extracción de turba para que el cuerpo se disgregase a los cuatro vientos. Sintió una indignación súbita al pensar que un cuerpo humano se había conservado tanto tiempo metido en la turba y que ahora, por culpa de la acción impremeditada de los hombres y sus máquinas, pudiera destruirse en un abrir y cerrar de ojos. Pero la cruda realidad era que quizá no tendría nunca oportunidad de examinar un cadáver intacto sepultado en un pantano, por lo que mejor aprovechar la oportunidad, aunque el resultado fuera fragmentario.

Era lunes, diecisiete de junio. No hacía más de una semana que se había iniciado la temporada de excavaciones y el hombre del pantano había aparecido el viernes anterior. El asunto en el que Nora se veía hoy metida era una operación destinada a recuperar el torso puesto al descubierto por un operario de Bord na Móna. Quedaba por averiguar si la mitad inferior del cuerpo seguía empotrada en la orilla, junto a la zanja de drenaje. Un misterio que probablemente no se desvelaría hasta completar la excavación, lo que suponía varias semanas de labor de todo un equipo formado por arqueólogos especializados en terrenos pantanosos, entomólogos forenses, científicos expertos en el medio ambiente, que analizaban el polen, los coleópteros y el contenido de las cenizas, además de peritos en detección de metales y documentación fílmica. Con todo, ya que se había desenterrado la mitad superior del hombre del pantano de la sepultura de turba donde yacía, la recuperación era urgente. De no poner los medios de conservación adecuados, las bacterias y el mantillo iniciarían su labor destructora habitual en pocas horas.

Nora echó una ojeada al mapa a gran escala que tenía abierto en el asiento situado al lado del conductor. No habría sido extraño rebasar el condado de Offaly al recorrer en coche el trayecto desde Dublín. Las dos principales autopistas existentes hacían lo posible para obviarlo. El condado tenía fama de primitivo, tal vez porque la tercera parte de sus tierras eran pantanosas. El taller de Loughnabrone, su punto de destino, era al parecer un conjunto de edificaciones industriales enclavadas en una península, una extensión de tierra que se proyectaba en el pantano. Bord na Móna, ente conocido también como Junta de la Turba, era la sede oficial de la industria productora de turba irlandesa y contaba con numerosos centros como aquél, que operaban en toda la zona central del país. El pantano propiamente dicho estaba representado en el mapa como un conjunto de zonas yermas comprendidas entre el río Brosna y unas pocas hectáreas de tierras de cultivo.

Nora estaba rodeada de pantanos por todos lados y era evidente que se había saltado el desvío que llevaba al taller. Le pareció arriesgado dar marcha atrás y consideró que lo más fácil sería dirigirse a las dos altas torres de refrigeración en forma de campana que se levantaban junto a la central eléctrica cercana, ya que éstas estaban a unos cuatrocientos metros del taller. La central eléctrica tenía un aspecto parecido al de las antiguas centrales nucleares de su localidad, aunque suponía que era probable que la electricidad que se generaba aquí era producto de la combustión de la turba. En aquel momento no salía humo de las chimeneas y las torres eran hitos expectantes y silenciosos en aquel extraño paisaje.

Era evidente que la escala era aquí el elemento decisivo, donde cada surco tenía catorce metros de ancho y los seres humanos quedaban reducidos a miniaturas entre las gigantescas máquinas y las montañas de turba desmenuzada de un kilómetro y medio de longitud. Las máquinas drenaban el pantano en ángulo recto con la carretera. Nora vio al frente un enorme tractor de neumáticos planos que evitaban que se hundiera en la esponjosa turba. Las prolongaciones que colgaban de la cabina mediante largos cables parecían alas inmensas. Visto de frente con las dos ventanas frontales centelleando al sol, tenía todo el aspecto de una monstruosa libélula mecánica. A distancia, varios artefactos similares en vacilante formación levantaban impresionantes nubes de oscuro polvo de turba. Nora siguió adelante, en dirección al centro del inmenso y negruzco páramo.

El sol todavía estaba bajo pero ya era intenso. Ante sus ojos se proyectaba, corriendo rauda a través de la carretera, la silueta del coche recortada en la luz dorada de la mañana, una forma que proyectaba su propia sombra como un alargado fantasma. No había encontrado a nadie en la carretera desde hacía kilómetros. Abrió la ventana y sacó la mano dirigiéndola contra el viento como solía hacer cuando era niña, y tuvo la sensación de que todo su brazo nadaba, como un salmón que remontase la fuerte corriente del frío aire matinal.

Miró el asiento de al lado y se imaginó a su hermana Tríona, cuando era niña y su cabellera rojiza le caía sobre la espalda, sacando también el brazo por la ventana. Cogió la mano de Tríona, igual que había hecho hacía tantos años, cuando volaban juntas, revelando en esa travesura de hermanas la complicidad que las unía y la embriaguez de volar. Y de pronto oyó la voz de su madre: «Anda, Nora, no hagas eso. ¿No ves que ella copia todo lo que tú haces?» Se desvaneció al momento el alegre rostro de Tríona y Nora metió el brazo dentro del coche. Aquellos recuerdos le traían poco consuelo. Tríona ya no estaba y aquéllas eran imágenes fugaces que se habían convertido en un bien precioso aunque finito.

Portada de la novela 'Los crímenes del lago de las tristeza'.
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