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Al calor de la luna de agosto

Visitamos los pueblos más fríos de España, con temperaturas extremas en verano.- Aún en el fin de semana más caluroso, las noches suaves permiten dormir sin sudores

Visitar el pueblo más frío de España durante el fin de semana más cálido del año es mala suerte; perderse durante cinco horas por carreteras nacionales, es ingenuidad. Ese lugar -o uno de ellos- es Calamocha, en Teruel, informan al otro lado del teléfono los meteorólogos de la Aemet. Junto a la localidad turolense de Albarracín y Molina de Aragón, en Guadalajara, forma el triángulo más frío del país. El municipio prometía temperaturas mínimas por debajo de los 20 grados. Calor, en efecto, para una localidad que no llega a los dos grados bajo cero, de media, en invierno y en la que las noches estivales convierten los meses de julio y agosto en una segunda primavera, suficiente para escapar del bochorno madrileño. Y voilà, a las 6.00 de la madrugada del domingo 1 de agosto, el termómetro, apoyado en el quicio de la ventana abierta del hotel, marca 22 grados, tres menos que el resto de la noche de verbena.

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"Aquí se puede dormir", dice Félix. Sin sudores, sin aire acondicionado y sin dar mil vueltas en la cama. Un alivio tras un infierno de viaje, porque llegar, para una urbanita acostumbrada al asfalto de peaje, puede hacerse complicado. Y Google Maps, convertirse en el peor enemigo. La precipitación facilita confundir un nombre por otro y descubrir, a mitad del trayecto, que las menos de dos horas estimadas a la salida se han transformado, GPS mediante, en algo más de cuatro. Pero las palabras de Félix, un calamochino entrado en la cuarentena, ofrecen confianza, a pesar de que a primeras horas de la tarde Calamocha parece un horno. El vecino asegura que solo tiene que abrir la ventana, en pleno mes de agosto, y dejar que la noche haga el resto. "De madrugada entra ya el fresco y te echas la sábana por encima, o una colcha fina o una mantita si hay mucho frío". Aún es temprano y la terraza de la cafetería El Mirador está casi vacía. El sol aprieta, pero nada hace presagiar que la noche no sea como tantas otras.

El plan, verbena incluida, es tentador, aunque durante el día no hay piedad. El termómetro acecha los 40 grados desde que sale el sol. La capital de la comarca del Jiloca es un lugar de extremos. La temperatura puede descender hasta 20 grados en cuanto se esfuma Lorenzo. Por eso Calamocha vive a oscuras y las citas se apuran hasta entrada la madrugada. Las cuartillas pegadas en las paredes de los comercios anuncian que hay que esperar a la 1.00 para el jolgorio en honor de la reina y damas de las fiestas.

A mediodía el pueblo está cerrado a cal y canto. Dentro de las casas las luces se quedan apagadas y en las ventanas no hay cortinas sino recias contraventanas que no dejan pasar ni un rayo. Todo para asegurar la siesta, la mejor opción hasta las ocho de la tarde, con permiso de los baños en la piscina del polideportivo municipal. "Te vas a dormir", dice Juanjo, de Navarrete del Río, pedanía calamochina, mientras mata el calor con un carajillo. "Haces examen de conciencia y cuando tengas plan, a las ocho, te vas a tomarte unas cervezas". Navarrete está a cuatro kilómetros y más de un metro de nieve -en invierno- de Calamocha. En verano, la población se dobla. Regresan los hijos pródigos, como Juanjo, o los niños, ya crecidos, como Javi, de Zaragoza, que pasaron las vacaciones de su infancia en casa de los abuelos. Vuelven a partir de agosto buscando la tranquilidad del pueblo, las casas de piedra que se abandonan -con todas sus consecuencias- el resto del año y a los "amigos de toda la vida".

Pueblo en fiestas

En la capital comarcal, con 3.900 habitantes, de cuyos servicios -centro de salud, instituto, delegaciones administrativas- dependen los pueblos cercanos, el hueco lo han llenado vecinos de las pedanías de los alrededores y los inmigrantes extranjeros. De ahí que la entrada a Calamocha no presente una estampa tradicional de casas rojas y apiñadas, con regusto a historia rural. Dos cosas llaman la atención: los nuevos edificios testigos de una burbuja inmobiliaria que también ha explotado allí (las transacciones inmobiliarias han caído de las 125 operaciones de 2005 a 30, en 2009, según los datos disponibles del Ministerio de Vivienda) y el número de bares, que se abarrotan en cuanto se va el sol.

La media de habitantes por cada local arroja una cifra probablemente envidiada en muchas capitales de provincia españolas. Solo en el bulevar principal del centro, que prácticamente cruza todo el pueblo, pueden encontrarse más de una decena. Pasada la medianoche las cocinas aún están abiertas y puñados de niños buscan cualquier elemento del mobiliario urbano para convertirlo en un juego, entre gritos.

-¿Y aquí cuándo cerráis?

- Cuando se va la gente-, dice un camarero.

- ¿Y a qué hora es eso?

- Puff... -mira el reloj- A partir de las dos.

Esta noche, las chaquetillas que rutinariamente han abandonado el armario yacen abandonadas en el respaldo de las sillas. Horas antes, durante los fastos de proclamación de la reina y su cohorte se veían hasta abanicos estresados. No es una noche normal. El fin de semana en que julio se convirtió en agosto durante la madrugada del domingo, el clima era tema de conversación en los encuentros fortuitos de los vecinos en la calle. El mercurio solo abandonó los 25 grados al alba, cuando el sol ya aclaraba el cielo. "El fin de semana pasado íbamos todos con abrigo", asegura Pedro, y cualquier otro a quien se pregunte. Hasta una amiga que le acompaña advierte: "Como vayas así -en tirantas- vas a tener frío".

El acto, convocado para las 21.00, congrega a casi todo el pueblo. Es la celebración más importante del año, la más "protocolaria", explica una vecina que no se la pierde nunca. Conforme se acerca el final, la gala va perdiendo espectadores que se dejan caer por los bares que dan a la Iglesia de San Martín, la "catedral". A partir de las 23.00, las damas y su cortejo suben al polideportivo, donde tendrá lugar la verbena, para cenar junto a la familia y los invitados vip. Los más inquietos ya pululan por los alrededores haciendo botellón, pero hasta bien entrada la madrugada "no hay nada" advierte Pablo, treinteañero, amigo de Carlos Berlad, que regenta el hotel rural de Navarrete.

Es buen momento para investigar otros puntos de la meca española del frío. Albarracín está a unos 80 kilómetros de Calamocha. Tras la accidentada llegada de Madrid, no parece una distancia insalvable. Pero la historia se repite y después de casi dos horas dando vueltas para encontrar un cartel que indique el camino, es mejor desistir y salir de fiesta. Al día siguiente, por la mañana, el pueblo sigue allí y en las estaciones de servicio de carretera hay dependientes a quien preguntar la dirección.

En Albarracín, capital de los núcleos que salpican los montes de los que el pueblo toma su nombre, la temperatura en invierno desciende, de media, por debajo de los tres grados bajo cero. Conforme se avanza por la carretera camino de la sierra, baja el termómetro digital del coche, levísimamente. "Aquí no hace frío", dice una camarera apostada tras la barra de una turística cafetería con cara de circunstancia. "En los pueblos de la sierra, ahí sí se pasa mal en invierno". Tampoco hay suerte. De día, solo las nubes calman la quemazón del sol.

Al menos, las estrechas calles en cuesta de esta pintoresca localidad acumulan sombra suficiente para respirar unos minutos. Al pie de la muralla medieval que corona el pueblo -donde van orquestas noveles a inspirarse y aprendices de pintores en tropel, semana sí, semana támbien-, Pilar, de 73 años, hace lo propio y descansa rodeada de dos metros cuadrados de sombra tras una buena subida. Vive en la última casa de la última cuesta. Tras el sofoco, le esperan allí el "fresquito" de sus paredes de piedra y la siesta bien tapadita.

"Estos son los cimientos de mi casa", dice apoyada en una roca. Albarracín es un pueblo arrancado a la montaña. Un mordisco verde que contrasta con los campos terrosos que se quedaron atrás, en Calamocha, y con la planicie sobre la que se asienta Molina de Aragón, la tercera localidad del triángulo más gélido del país y a la que no salva ni el turismo -principal actividad económica en Albarracín-, ni la burocracia -que atrae a los vecinos de otros pueblos a Calamocha-. Quizá por eso en los alrededores se quejan de la falta de servicios: por las deficiencias en el transporte a los centros escolares y de salud, por la falta de cobertura de telefonía móvil, porque no todos los vecinos pueden disfrutar de Internet de banda ancha y TDT. Eso sí, a uno y otro lado de la carretera se agolpan las plantaciones de girasoles que a pleno sol de agosto, cuando no hace frío, sólo miran arriba de reojo.

Vista del castillo de la localidad
Vista del castillo de la localidadL. J. V.
Una plaza de la localidad
Una plaza de la localidadL. J. V.
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