_
_
_
_
_
63ª Berlinale
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Gloria’, notable tragicomedia chilena

En ‘Ayer no termina nunca’, de Coixet, todo es intenso hasta el agotamiento

Carlos Boyero

Ha llegado esa anhelada película que aleja la somnolencia y la fastidiosa sensación de que te importan poco o nada las historias que te estaban contando en la pantalla. Es chilena, se titula Gloria, la dirige Sebastián Lelio y logra que no te desentiendas en ningún momento de lo que le ocurre a una señora de 60 años que se niega a lanzar la toalla aceptando la resignada derrota vital que puede imponer una vejez solitaria. Pero no dramaticemos su estado. Tiene trabajo, pertenece a la burguesía ilustrada, se divorció hace tiempo, mantiene una relación cálida con sus hijos, un vecino esquizofrénico le provoca frecuentes insomnios, hay posibilidades de que un glaucoma la deje ciega en poco tiempo. Pero no se autocompadece, tiene claras las cosas que le gustan seguir haciendo en la vida. Le gusta salir a bailar en garitos con gente de su edad a la que probablemente se le cae la casa encima. Y allí encontrará sexo gozoso y amor problemático. Comprenderá que a pesar de los pesares, de las mentiras, las medias verdades y los dilemas que se repiten, de resacas duras y aturdimiento, que la existencia no la puede jubilar, que su cuerpo y su cabeza permanecen abiertos, que va a seguir bailando hasta que se acabe la fiesta.

Esta vieja dama indigna, en posesión de un careto y unas gafas que me hacen asociarla a ratos con Dusting Hoffman travestido de mujer en Tootsie, está descrita por su creador con sutileza, veracidad, inteligencia, humor y complejidad. Y Sebastián Lelio no solo la entiende a ella, sino que su comprensión abarca a la gente que la rodea, incluido ese novio vampirizado por su familia y especializado en huidas compulsivas y llorones retornos. Todos están buscando un pedazo de felicidad razonable. Que se tambaleen, que tengan miedo y dudas al estar viviendo un milagro es casi siempre tragicómico y conmovedor en algunos momentos.

Gloria es tan sorprendente en su temática como audaz en sus imágenes. Exhibe con naturalidad la desnudez de gente que ya ha entrado en el invierno, muestra el deseo de sus cuerpos, hace creíble el sexo que practican, incluido el anal. Te resultan auténticos los personajes y las situaciones y la tan peculiar como buena actriz Paulina García te hipnotiza progresivamente, sales sonriendo de la sala, deseándole futuras venturas a esa mujer tan valiente que se olvida de sus penas y baila en la última secuencia con su ánimo transportado la discotequera Gloria, de Umberto Tozzi. A otros, la Gloria que nos alborota todos los sentidos desde que éramos críos es la de Van Morrison. Pero esa sería otra película. Esta es deliciosa.

La religiosa, dirigida por Guillaume Nicloux, es una nueva adaptación de la novela de Diderot. Vuelven a contarnos las vejaciones con las que torturan las monjas a una chica a la que por sórdidas razones de herencia su familia ha decidido que acepte los votos religiosos y la resistencia épica de esta mujer para rebelarse contra una vida en la que no cree. Recuerdo sin demasiado entusiasmo la adaptación que hizo Rivette de Diderot, aunque la belleza de Anna Karina permanezca en la retina. En esta ocasión la tragedia de esa cría está narrada de forma tan lineal como olvidable. Lo más divertido es constatar la vocación ancestral de Isabelle Huppert para meterse en la piel y en el alma de personajes retorcidos y turbios. En este caso, dando vida con entusiasmo a una madre superiora lesbiana que enloquece al sentirse rechazada por la tenaz y machacada novicia.

La última película de Isabel Coixet, presentada en la sección Panorama, se titula Ayer no termina nunca. El enunciado es enjundioso y enfático, algo habitual en esta directora al bautizar a sus líricas y artísticas criaturas. El problema es que la trama también participa de esas grandilocuentes características. Y no es una obra de teatro aunque solo aparezcan dos personajes largando interminablemente, pero lo parece. De un teatro que siempre me ha puesto de los nervios, que me suena a impostación al describir las grandes torturas del alma y los lacerantes fracasos del amor.

El escenario parece una nave poligonera (eso sí, de diseño), pero más tarde comprenderemos su significado gráfico. Sucede en la España de 2017. Parece ser que el euro ha desaparecido y todo es miseria y ruina. Por ejemplo, la mujer nos cuenta que vive en un coche. Se reencuentra con su exmarido después de cinco años sin tener noticias mutuas. Sufrieron la pérdida más salvaje. El deprimido marido se largó sin decir adiós una nochevieja. Durante 108 minutos, que me resultan eternos, esta desdichada pareja va a vomitarse las sensaciones más terribles que habitan en sus desolados espíritus, a evocar momentos del pasado y sus sentimientos más profundos, a herirse y fustigarse, al masoquismo impúdico. Todo es intenso hasta el agotamiento. Pero también hay pretensiones románticas. Y lluvia, cómo no.

Javier Cámara hace trascendentes caídas de ojos y Candela Peña susurra y gime, es atormentadamente natural como la vida misma. No dudo de la sinceridad de Isabel Coixet al hablar del desgarro y de la pena inconsolable, del amor perdido y las heridas del corazón que no cicatrizan. Pero se supone que ese mensaje tan volcánico te debe implicar y conmover. En mi caso, no hay forma. Esa dolorida sensibilidad, esa intensidad emocional, ese lenguaje visual tan relamido solo me provocan bostezos. Debo de ser un animal al no afectarme semejante torrente sentimental.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_