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Reportaje:Acuerdos específicos firmados por España y el Vaticano / 3

Libertad para el estudio y enseñanza de la religión católica

La enseñanza y estudio de la religión en los centros docentes no es obligatoria, según se desprende del acuerdo firmado entre la Iglesia católica y el Estado español, relativo a la enseñanza y a los temas culturales. En este acuerdo se inscriben importantes ventajas en materia educativa para la Iglesia, de acuerdo con la legislación civil vigente, relativas a la creación y mantenimiento de los centros docentes religiosos y se destaca que «en todo caso, la educación que se imparta en los centros públicos será respetuosa con los valores cristianos».El Concordato garantizaba un sistema docente paralelo

El Concordato de 1953 adjudicaba a la Iglesia católica el papel de gran censora y vigilante en materia de enseñanza, ya que no sólo fijaba la obligación de que toda la actividad docente, estatal o privada, se ajustase a sus principios morales y dogmáticos, sino que se les reconocía a los obispos la facultad de verificar el cumplimiento de este principio y retirar, incluso, determinadas publicaciones que pudieran circular por los centros docentes.

Más información
Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales

Puestas así las cosas, la enseñanza de la religión católica adquiría el carácter de asignatura obligatoria en todo tipo de centros y los obispos se reservaban el derecho de proponer a los enseñantes o de vetar a los ya designados. Los programas de religión eran fijados también de acuerdo con la. jerarquía eclesiástica, que en cualquier caso tenía en sus manos la facultad de no otorgar el nihil obstat.

El Estado se comprometía también a cuidar de que en los medios de comunicación, especialmente en la radio y en la televisión, se diera «el conveniente puesto» a la defensa de «la verdad religiosa» por medio de clérigos, nombrados siempre de acuerdo con el obispo.

Por lo que el reconocimiento de los títulos eclesiásticos se refiere, el Estado reconocía a la Iglesia plena libertad para fijar sus propios programas de estudios, al mismo tiempo que se comprometía a reconocerlos con validez suficiente como para ejercer de profesores titulares en un centro de la Iglesia. De este modo, el Estado carecía de, cualquier control sobre unos títulos que en la práctica adquirían rango universitario en los circuitos de la enseñanza religiosa.

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Si a esto se añade que la Iglesia tenía, el derecho de organizar y dirigir escuelas públicas de cualquier orden y grado, resulta que la jerarquía católica tenía en sus manos todo un sistema docente que en la práctica escapaba del control estatal. Tan sólo el reconocimiento civil de los títulos eclesiásticos quedaba pendiente, en última instancia, de un acuerdo, que no encontraba demasiadas dificultades, entre el Estado y la Iglesia.

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