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Un país "descubierto" en 1980

Cuando en 1954 los soldados regulares y mercenarios de Castillo Armas derrocaron violentamente al Gobierno del presidente Jacobo Arberiz, los guatemaltecos y la opinión pública internacional tuvieron que admitir un hecho incuestionable: ni la oligarquía local ni los poderosos intereses extranjeros iban a tolerar el más mínimo cambio estructural en el país que pudiera alterar su situación de privilegio. La historia ha ratificado el acierto de aquel planteamiento. Desde la drástica interrupción del tímido proceso reformista y liberalizador de Arberiz, no ha habido en Guatemala ninguna tregua para cualquier actitud que significase oposición al régimen ni para el progresivo enriquecimiento de los sectores dominantes del país. El saldo es estremecedor: se han contabilizado más de 30.000 muertes por motivaciones políticas durante los últimos veinte años.

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Ha sido 1980, sin duda, el año del descubrimiento informativo de la situación guatemalteca. El vandálico asalto a la Embajada española, el 31 de enero, pacíficamente ocupada por campesinos y estudiantes que trataban de llamar la atención sobre las actividades represivas del Gobierno en la zona del Quiché, puso de manifiesto descamadamente los sistemas empleados por la policía para desalentar a su oposición. Hasta aquella fecha, los grandes medios de comunicación habían prestado muy escaso interés a una situación de hecho tan explosiva como las de Nicaragua o El Salvador.

El conflicto social guatemalteco hunde sus raíces en los permanentes despojos que terratenientes y compañías multinacionales han hecho de las tierras de campesinos indígenas. En un principio, para el cultivo extenso de frutales, café y algodón, y ahora para la explota ción de los riquísimos yacimientos de níquel y petróleo recientemente descubiertos, los indios han sido sistemáticamente expulsados de las tierras heredadas de sus ancestros. Para conseguirlo, los sectores poderosos no han dudado en corromper al Ejército, cuyos oficiales se han convertido en miembros destacados de la nueva burguesía industrial guatemalteca.

Aunque los soldados regulares actúan con triste frecuencia en la persecución a muerte de campesinos y estudiantes acusados de guerrilleros comunistas, el gran peso de la represión se sostiene en organizaciones paramilitares como el Ejército Secreto Anticomunista (ESA), o la Mano Blanca, que actúan en la más absoluta impunidad.

En septiembre del año pasado, un ex funcionario del Gobierno guatemalteco, que confesó pertenecer desde hacía cuatro años al izquierdista Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), aseguró que el presidente Romeo Lucas y el ministro del Interior, Donaldo Álvarez, dirigían personalmente las actividades de las organizaciones armadas de ultraderecha.

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Los objetivos de éstos son amplios, pero perfectamente establecidos. Curas progresistas, profesores universitarios, dirigentes campesinos, sindicalistas, estudiantes, son sistemáticamente perseguidos, secuestrados y asesinados. El año pasado murieron en estas circunstancias más de 3.000 guatemaltecos. No se libran de esta violencia, amparada desde el Estado, antiguos colaboradores del régimen. El ex vicepresidente Villagrán Kramer tuvo que exiliarse, después de tener noticias de que se discutía en público un plan para su asesinato.

La creciente represión ha hecho crecer y fortalecerse a las organizaciones de oposición, cuya actividad era muy escasa a principio de los setenta. El Ejército Guerrillero de los Pbres (EGP) y la Organización Revolucionaria del Pueblo Armado (ORPA) son los grupos armados más activos. En el terreno político adquiere cada día influencia el Frente Democrático contra la Represión (FDR), que ya ha obtenido respaldos internacionales.

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