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Tribuna
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Legislación y moralidad

La idea está clara: el aborto jamás es deseable, y ojalá nunca se tuviera que llegar a él. Este es el ideal al cual nos debemos dirigir, con todos los medios que la ciencia proporciona, para conseguir que no haya ningún problema médico, psíquico o social que lo exija. Pero en este camino, cuya meta es difícil de alcanzar algún día, encontramos muchos tropiezos que hay que resolver humanamente, y que la moral tradicional jamás se negó a solucionar, aunque hoy algunos abusan de ciertas expresiones eclesiásticas ocultando la matizada doctrina moral que rigió durante casi veinte siglos en la historia del cristianismo. Es verdad que, al principio de su historia, no se distinguieron estos casos extremos; pero muy pronto se comprendieron estas situaciones-límite, o incluso se llegó a una libertad injustificable por la degradación moral en que cayeron las "mujeres ricas, que se llaman cristianas, que comenzaron a hacer uso de medicamentos y vendajes destinados a hacerlas abortar, cuando -incluso voluntariamente- quedaban embarazadas de un esclavo o de un hombre de baja condición", según cuenta que ocurría un escritor famoso de aquella temprana época del cristianismo, llamado Hipólito de Roma.Recuerda esta situación la actual en España, en que las personas con medios económicos desahogados pueden permitirse no sólo abortar en los casos legítimos, sino hacerlo libremente en cualquier caso con el simple expediente de irse al extranjero, cuando otras mujeres en situación dramática y que no poseen esas facilidades no pueden conseguir hacerlo legalmente en nuestro país. Y a mí lo que más me escandaliza es que nuestros obispos no hayan tenido hasta ahora ninguna palabra de condena de esta práctica de las familias pudientes y, en cambio, se escandalizan y luchan contra la despenalización tan moderada del aborto que ha decidido el Gobierno actual (siguiendo las huellas preparadas por el anterior), la cual afectaría principalmente a las familias económicamente débiles. Clara discriminación eclesiástica en favor del privilegiado.

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El problema que surge, además del moral, es por eso el de una ley penal que permita el aborto. Porque, más que un problema religioso o ético, es un problema político, ya que, según la doctrina católica tradicional, es al gobernante a quien toca decidir con plena responsabilidad la estructura legislativa del país, inspirándose en la "voluntad de la sociedad", como decía en el siglo XVI el conocido jesuita Luis de Molina, y en la "voluntad de los súbditos que rige y gobierna, ya que no tiene más poder que el confiado por ellos y el que ellos pueden darle", como enseñaba también en aquella misma época el famoso Pedro de Soto, O.P.

Pero se nos acostumbró, en la educación nacional-católica recibida en años recientes, a evitar la "funesta manía de pensar". Teníamos que aceptar como válidas todas las opiniones que emanasen de un obispo, haciendo caso omiso de nuestra facultad de razonar, e, incluso, procurando ignorar la realidad histórica de nuestra propia Iglesia, y los principios comprensivos de nuestra moral más tradicional, aquella que enseñaron nuestros teólogos-juristas del siglo XVI. Nuestra inspiración tenía que ser, por el contrario, la de los ultraconservadores del pasado siglo, tan reaccionario, que fue el que inspiró la teología que se aprendía en los seminarios españoles -la única que saben muchos de nuestros obispos-, en vez de beber en las fuentes tradicionales de la propia Iglesia, mucho más abiertas y mucho más inteligentes que la de estos teólogos integristas decimonónicos, que tenían muy poca tradición en nuestro país y que bebieron sus ideas políticas, sociales y religiosas de la Francia de la época de los regímenes absolutistas.

Sin embargo, todo católico -como cualquier otro ser humano-, al levantarse por las mañanas, en vez de escuchar el último campanillazo de una orden clerical, tiene el deber de pensar y de informarse porque, como decía el católico Chesterton, cuando se entra en la Iglesia lo que se nos pide no es quitarnos la cabeza, sino sólo el sombrero.

Doctrina más española y más tradicional no cabe, porque muy claramente, hace cuatro siglos, el famoso dominico profesor de Salamanca, Domingo de Soto, desarrollador del Derecho de gentes, enseñaba lo mismo en su famosa cátedra. La sociedad, según él, "no castiga los crímenes según la gravedad que tienen ante Dios, sino en el grado que se oponen a la paz". La regla de gobierno es la paz social, la convivencia social, pero no tiene la ley que inspirarse literalmente en la moral católica, que sólo es aplicable a los fieles seguidores de la Iglesia, sin exigirla necesariamente la autoridad terrena, por medio de su legislación civil, cuya finalidad no es cubrir todo el campo de la moral católica.

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Algunos, sin embargo, dicen que esto podría entenderse de los preceptos específicos de la moral católica, pero nunca de aquellas cosas que están prohibidas por ley natural, y a las cuales la conciencia de los creyentes y de los no creyentes debe acoplarse, porque se deducen del ejercicio espontáneo de la propia razón y no de las enseñanzas de la revelación religiosa.

Pero no opinaron así nuestros pensadores clásicos, de cuyo catolicismo y españolismo no se puede dudar. Nunca mantuvieron esa exigencia moral tan rígidamente como algunos quieren imponernos hoy en nuestro país. El famoso jesuita Luis de Molina, en sus Seis libros de la Justicia y el Derecho, enseña la doctrina católica común, según la mente de los inteligentes teólogos de aquella época: "¡Permiten a veces las leyes", dice, "por alguna causa razonable, algunas cosas que, siendo malas en sí contra el derecho natural, sin embargo, estas leyes ni las prohíben ni las castigan, ni las dejan castigar ni aun impedir por los poderes públicos".

Por tanto, la ley civil no puede ser copia literal de nuestro: Derecho eclesiástico actual, lo cual sería caer en un insufrible clericalismo que la Iglesia oficial, al menos teóricamente, condenó, y muy particularmente lo hicieron los últimos papas. Ni tampoco puede contener esta legislación profana todos los preceptos de una moral meramente natural, porque su misión no es la de ser un dómine que dirija las conciencias de los ciudadanos, sino únicamente la reguladora de la convivencia pacífica entre todos, que, por supuesto, pueden tener opiniones humanas muy distintas. Nuestra regla debía ser la expuesta hace siete siglos por santo Tomás: "La ley humana no puede prohibir todo lo que la ley natural prohíbe"; y mucho menos todavía en los cinco casos de aborto que han sido tradicionalmente aceptados o tolerados por la Iglesia, los cuales ni siquiera se oponen a la ley natural. Esto, que no es ningún progresismo, es lo que debía enseñarse a los católicos en vez de confundir su juicio con explicaciones parciales, que resultan mucho más rígidas que la doctrina moral tradicional.

Enrique Miret Magdalena es teólogo y presidente del Consejo Superior de Protección de Menores.

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