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Estrellita para siempre

El caracolillo sobre la frente Como un signo de interrogación para alguien que no pareció tener jamás ninguna duda, sobre todo sobre sí misma. "Que me entierren con él", decía en sus últimas entre vistas en televisión, señalando la espiralilla con el dedo índice, el famoso dedo índice que erguía para hacer las afirmaciones categóricas propias de las canciones afiamen cadas que hizo famosas: los jura mentos eternos junto al limón limonero, las órdenes de una especie peculiar de destino -"me manda Undebel", o sea, Dios-, o disparado hacia el frente, acusando a un personaje invisible para los espectadores, pero presente en el texto de la canción: el terrible culpable de "las duquitas negras que yo estoy pasando". En primera persona o en la tercera narrativa del romance, la mítica desgrasiaíta María de la O o la siempre enigmática Trini la Parrala, de la que no se supo a ciencia cierta cuál era la causa de su desmesurado sufrimiento, ni siquiera qué bebía para mitigarlo, si el aguardiente o el inarrasquino, licor de origen italiano que debía ser enormemente difícil de encontrar en los colmaos, pero frecuente en el cancionero por la facilidad exacta de su rima con vino.

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Canciones de patio de vecindad para ser cantadas a ritmo de escoba y batuta de plumero. Estrellita Castro no consiguió nunca el padrinazgo intelectual de algunas de sus compañeras de escenario, llamadas pronto tonadilleras o señoras de la canción, como Concha Piquer o Imperio Argentina. Tenía una voz más popular, se animaba ella a sí misma con sus propios arsa y sus vamos-a-vel-lo, y no hubo nadie que trasmutase su ordinariez en oro fino.

Lo kitsch no le fue nunca mitigado por escritores de cámara, pero el pueblo era suyo. A golpes de castañuela, de carreras ágiles por los escenarios, de enormes golpazos de su mano derecha contra el pecho y de una voz aguda y penetrante, de antes de los micrófonos; pequeños recitados personales, a veces, entre las estrofas (aunque ese fuera el género propio de otras, como Carmen Flores).

Mientras Raquel Meller, que venía de más atrás, era universalizada y ponía castillo en Francia al cronista Gómez Carrillo; mientras La Goya entraba en el mundo nuevo de los intelectuales romanizantes del falangismo, de la mano -anilladas la suya y la de él- de Tomás Borrás, Estrellita Castro seguía siendo un trozo del pueblo. No cambió jamás. El mismo caracolillo que sacó cuando era niña en un tablao sevillano es el que lleva en su féretro. El mismo estilo, las mismas canciones.

Pasó por el cine sin conmoverse, sin permitir que los directores tocaran un volante de su traje, y por la televisión, ajena a los maquilladores.

Fue envejeciendo, sobreviviéndose a sí misma, indiferente a la acumulación de técnica, de luces, de sonidos, de nuevos maestros, de nuevas maneras: su estampa era la de la mocita, y la mantuvo, con una extraña fidelidad a sí misma y a los signos que escribió desde el primer día en el tabladillo del colmao. Con la extraña fijación del superviviente.

En torno a ella iban desapareciendo las personas que la rodearon. Entre otras, su fabulosa madre, que cumplía maravillosamente el papel clásico de madre de la estrella y de la que se contaban docenas de anécdotas. Por ejemplo, cuando coincidió con Benavente en un festival benéfico durante la guerra civil (probablemente para el Socorro Rojo) y le dijo: "Don Jacinto, don Jacinto, no sabe usted qué emoción siento al conocerle... ¡Y es que yo tengo un hijo igualito, igualito que usted!". Preguntó Benavente: "¿Qué, también escribe alguna cosita?". "¡No, don Jacinto! ¡Que también es mariquita, mariquita como usted!".

Sin escritores a su lado, sin alquimistas que convirtieran su voz en mito, Estrellita pasó por los tablaos, por los salones del género ínfimo, por los diminutos camerinos de las giras, por la época grande del folklore, por su decadencia, por el cine, sin perder nunca el ánimo, la seguridad, la popularidad. Fue, en eso, impar. En una época de mutantes, no faltó nunca a su fidelidad ni perdió nunca la popularidad.

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