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Reportaje:La fulminante muerte de un torero

Los taurinos profesionales buscan un culpable de la tragedia de Colmenar

Exactamente igual que sucedió con la muerte de Paquirri, la de José Mata, la de José Falcón, la de Manolete, la de El Coli, la de Rafael Camino, siempre que un torero muere de una cornada, los taurinos profesionales han empezado a buscar un culpable de la tragedia de Colmenar. La muerte de Yiyo, sentida en lo profundo por todos, dentro y fuera del mundo del toro, ha empezado ya a servir de argumento para cargar responsabilidades sobre el maniqueo.

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El empeño es descabellado, porque en el instante fatal de la cornada, más aún si es tan imprevista como la de Yiyo, nunca puede haber culpables. Distinto es que un cúmulo de circunstancias confluyan con dramática coincidencia para que la tragedia sea el destino fatal del toreo. Curro Romero, por lesión o por caprichosa decisión, se cayó del cartel, en el que estaba anunciado; el empresario solicitó a Yiyo que le sustituyera; el apoderado del diestro aceptó voluntariamente esa sustitución; el toro era astifino, aunque no disparatadamente grande ni fuerte; la arrancada del animal moribundo sorprendió al torero, que en la voltereta no sufrió cornada grave, y el posterior revuelo de capotes al quite no pudo evitar el siguiente derrote mortal.De todas estas circunstancias concurrentes, el maniqueísmo de los taurinos profesionales desgaja la incomparecencia de Curro Romero y la característica astifina de los pitones del toro. El empresario de la plaza de Colmenar aún ha ido más lejos, con su gravísima acusación: "Curro Romero es un sinvergüenza; no quiso torear esta corrida porque desoímos su exigencia de que cortáramos los pitones a los toros". No dice, en cambio, que José Mari Manzanares, anunciado en la corrida de Colmenar anterior a la tragedia, tampoco compareció, previa presentación de parte facultativo (igual que había hecho Romero), y luego se vio que los toros, que había de lidiar tenían trapío, con desarrolladas cornamentas.

Aunque fuera cierto que Curro Romero no toreó por el motivó que aduce el empresario, el caso no es único. Muchas figuras del toreo se caen de los carteles cuando no les gustan los toros. Otras exigen les correspondan los más cómodos de la corrida, para lo cual, el preceptivo sorteo se convierte en una pantomima. Es habitual que cuando, en un festejo, uno de los toros anunciados es sutituido por otro de ganadería distinta, le caiga en suerte al diestro más modesto de la terna.

Niño de la Capea manifestaba, a raíz de la muerte de Yiyo, que los toros tienen peligro y que matan. "Que se enteren de una vez los críticos y aficionados que exigen el toro grande", añadía con indignación. No decía que el mismo día toreó en San Sebastián de los Reyes el toro más chico, pobre de cornamenta, flojo y pastueño de la corrida, mientras el más fuerte, astifino, manso, bronco y tremendamente peligroso le correspondió a Curro Vázquez, quien, a su vez, sustituía a Manzanares, de nuevo caído del cartel.

El aargumento demagógico del toro grande que exige la afición, en detrimento de la integridad física de los toreros, de nuevo es inviwble. Ni el toro que mató a Paquirri ni el qué mató a Yiyo eran así. El toro grande que exige la afición suele salir para los diestros modestos, que corren aún mayor peligro que las figuras, pues están menos preparados física y psíquicamente, precisamente a causa de lo poco que torean. En estas ocasiones, el ruedo semeja un circo romano, con el torazo poderoso y bronco acorralando a derrotes a los poco placeados toreros.La muerte de un torero en la plaza acentúa los contornos legendarios del espectáculo y redime a todos sus protagonistas, sin distinción, poniendo en el mismo plano a las figuras que exigen ganaderías, comodidades, afeitado, altos honorarios, hasta la composición del cartel, y a los legionarios del toreo, que únicamente se visten de luces tres o cuatro veces al año para ir literalmente a la guerra, y por los gastos, o incluso costándoles dinero torear.

Los taurinos profesionales prefieren callar, aun con ocasión de la tragedia, los esfuerzos, las frustraciones, las privaciones, los peligros que ha de pasar la mayoría de los toreros durante su etapa de novilleros y las primeras temporadas de matadores de toros. Todo, valor, sangre y honorarios, son inversiones inciertas de cara al glorioso futuro que sueñan. El mismo Yiyo, torero serio, seguro, bien preparado en la Escuela de Tauromaquia de Madrid, ya figura desde sus importantes triunfos en la temporada de 1983, sólo ahora empezaba a notar la rentabilidad económica de sus sacrificios. Cuando regresó de la campaña americana de 1983, después de haber hecho la española con muchos contratos y éxitos, ni siquiera podía comprar un piso para la familia.

Son experiencias normales entre toreros, que asumen como componente inevitable de su profesión. Una campaña, que principalmente apoyan taurinos profesionales y figuras del toreo, propone la merma del poder y agresividad del toro, el. afeitado, la humanización del espectáculo. Obviamente, si el espectáculo hubiera de producirse previo fraude y manipulación de las reses, la conveniencia de su abolición sería inmediata.

Pero hay antes otra humanización imperiosa, ya no apoyada por los taurinos profesionales, que pasa por la igualdad de oportunidades, la exclusión de favoritismos, la adecuada compensación profesional y económica a los toreros que empiezan, la distribución más justa de los dineros millonarios que entran por taquilla, la vigilancia efectiva de cualquier tipo de corruptela, incluida la de los toreros que se quitan de los carteles porque no les gustan los toros. El caso de Curro Romero es uno más, entre muchos, que se dan en cualquier corrida. Manzanares fue su precedente el día anterior, en la propia plaza de Colmenar.

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