La melancolía del cumplimiento
El duque de Alba, conde de Aranda, que eligió un argumento noctámbulo para su discurso de ayer tarde -casi ayer noche, en realidad, porque en Madrid anochece ahora desde el mediodía, como en la Edad Media-, no se sienta solo en el sillón f de la Academia. Desde hace días, hasta ayer, el hombre que viaja en tren como Humphrey Bogart y pasea por los salones bordados de su casa como el James Mason de la edad mediana, guardado por una bata de seda en la que se reflejan los cuadros que prefiere, camina hacia el estrado en compañía de una multitud. No estaban presentes, acaso, o sí lo estaban, escondidos tras los cortinones académicos, parapetados como arlequines anónimos entre las sillas incómodas, mirándole subir con esa risa ladeada que usa para amar y despedirse, como decía Neruda.Silenciosos, viéndole inaugurar una nueva etapa de la Española, convirtiendo en espectáculo exacto, bien engrasado, noble, casi renacentista, un día más de una historia centenaria, los amigos de Jesús Aguirre habrán visto cómo el duque de Alba hace los viejos guíños desde el estrado.
Pulcramente asentado en la vida académica, como un anglosajón que viniera del sol de Menorca en la época de la dominación, con cabeza alemana y corazón del Norte, este nuevo enamorado de Sevilla no habrá dicho otra cosa que lo que tenía que decir, porque la Academia obliga al cumplimiento de estos pormenores, pero se le habrán ocurrido todos los destellos del ingenio que sus viejos amigos le conocen como un patrimonio inigualable de las tertulias largas del atardecer sabatino de Madrid.
No habrá dicho nada, pero llevaba la cabeza llena de versos. Lo dijo por la mañana. ¿Qué habría hecho Jesús Aguirre de tener un heterónimo que hablara sobre el acto de la tarde? "Pues si tuviera un heterónimo habría escrito un soneto". ¿Y cuál habría sido el último verso de ese soneto? "El último verso sería: 'Y jamás de los jamases vencerá la melancolía del cumplimiento".