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Locos por Elvis

Diego A. Manrique

La muerte de Elvis Presley descubre la hondura con que el cantante ha calado en las clases populares. En los 10 años que han pasado desde que los teletipos lanzaron el "Elvis is dead", su culto no ha dejado de crecer. Medio millón de personas visita anualmente su antigua residencia, convertida en cementerio familiar después de que alguien intentara robar su cadáver.

En Tupelo, su pueblo natal, se puede visitar la raquítica casa donde vio la luz; en las cercanías, una capilla que lleva su nombre es escenario de numerosas bodas de admiradores. Docenas de museos extraoficiales presentan despojos del personaje, como cartas a Pricilla escritas en clave, ropa interior, radiografias, su vademecum de medicamentos, televisiones agujereadas por disparos de Elvis o parte de su flotilla de automóviles. Empresas oportunistas venden copias de su certi icado de defunción, ladrillos de un antiguo domicilio o una inacabable gama de recuerdos con su nombre. Más de 300 clubes de fans mantienen a los seguidores informados de todos estos productos y de cualquier noticia que tenga que ver con esta particular religión.

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Los escenarios acogen a imitadores sin complejos, que incluso se hacen la cirugía facial para asemejarse al desaparecido. Los libros sobre Elvis son publicados por todo tipo de editoriales: la mayoría son reverentes, algunos tiran de la manta.

Intimidad aireada

Graceland era Babilonia. Se sabe ahora que Elvis convirtió su cuerpo en una farmacia andante, que estuvo a punto de cometer varios asesinatos, que derrochó su dinero con inconsciencia, que tenía una vida sexual nada ortodoxa, que abandonó el cristianismo por creencias esotéricas.Pocas figuras públicas han visto aireadas sus intimidades con tanta minuciosidad. No importa. Los pecados y los abusos robustecen el mito: tienen valor ejemplarizante, comunican que el triunfo es arma de doble filo, remachan el sentir público de que dinero no equivale a dicha. Esas miserias reconfortan oblícuamente a sus seguidores, que aceptan la falibilidad del adorado; sumando y restando, queda un Elvis intrínsecamente bueno, superhombre con debilidades que le acercan a nosotros.

Y siempre queda el recurso de trasladar la culpa hacia los cortesanos. Priscilla puede ser la esposa infiel que rompe el equilibrio vital de un sano hedonista. Pero es más cómodo señalar al Pigmalión de la epopeya, el apoderado Tom Parker. Se hace llamar coronel, pero nunca ha estado en filas: aseguran que es un holandés, emigrante ¡legal a Estados Unidos. Su cazurra insistencia en integrar a Elvis en el show business más ratonero convirtió al Apolo del rock and roll en una fábrica de discos indignos y películas risibles.

Nunca favoreció el desarrollo artístico de su cliente y parece que tampoco fue muy escrupuloso a la hora de defender sus intereses económicos. No usó su asombrosa influencia sobre el cantante para frenar su deterioro fisico, ni manejó su legado con respeto. Pero él también encaja en la tradición: es el pillo panzudo y astuto, convencido de que tiene un hueco en la tierra de las oportunidades, sin más deseo que amasar fortuna y con escasos remilgos morales. Insuperable villano para un héroe tan grandiosamente defectuoso como Elvis Presley.

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