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EL CRIMEN DE ALCÀSSER

Un pueblo vacío

Alcàsser está vacío. Son las cuatro de la tarde. Nadie diría que apenas hace una hora miles de personas invadían sus calles para acudir al funeral de Mirian, Toñi y Desirée. Las calles, de casas bajas, se repiten en un silencio de puertas cerradas, de rectángulos perfectos. No hay ningún bar abierto. En la plaza del pueblo, las campanas de la iglesia suenan a intervalos largos. El cielo está gris y encapotado. Hace frío.Tan solo las puertas del Ayuntamiento permanecen abiertas. En las dependencias de la Policía Local, carteles con los rostros de las tres niñas se apilan en un rincón, inútiles, con sus datos personales escritos en varias lenguas europeas. Un hombre encorbatado entra en la oficina y se lleva un puñado de tarjetas con las caras de las niñas. Serán un recuerdo agrio cuando la gente, a la hora de fijar sus pequeñas anécdotas, se sitúe en el tiempo con un antes y un después de lo de Alcàsser. Al marcharse, el hombre da las gracias a los dos policías que trabajan esta tarde.

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Por la ventana de una casa se oye un llanto juvenil que detiene una voz adulta. Los enrejados son firmes y limpios, como las fachadas. Hacia las cuatro y media han abierto la sede de la Sociedad Musical. Es una cafetería con mesas de mármol, asientos de cuero y una pantalla de televisión que transmite un partido de fútbol entre equipos ingleses. Los diplomas enmarcados que cubren una de las paredes hablan de premios, de orquestas y de países extranjeros de una pulcritud amable y un tanto aburrida. Tras las ventanas de la cafetería, las casas que rodean la plaza parecen acompañar un supuesto letargo de sus moradores.

Los carteles del servicio munícipal contra la droga vetean las cristaleras de la Sociedad Musical. El dibujo de un niño abrumado por la autoridad paterna contrasta con otro, en el que una madre solícita lo protege demasiado. Son dos actitudes que pueden llevar a la droga, según el Ayuntamiento.

Octavillas en el suelo

Un grupo de niñas superan en la plaza el tedio temprano de la tarde. Hablan entre ellas sentadas en un banco. La más menuda está seria, con los ojos muy abiertos. En el suelo, llena de mugre, con el trazo elemental de una fotocopia apresurada y barata, aún queda alguna octavilla que pide la muerte para los asesinos. Un perro sin collar hociquea en las ruedas de una furgoneta. Las niñas lo llaman, fija un rato la mirada en ellas y se pierde por una calle estrecha.

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Cuatro parroquianos de la Sociedad Musical juegan al dominó. Dos ancianos con una boina encasquetada dejan la mirada perdida sobre el televisor. Como un animal que se despereza, la plaza empieza a salpicarse de personas y ruidos. De una manera lenta, cansina, espesa. Son las cinco y media. Nada será lo mismo en Alcàsser. La normalidad comienza a volver. La tarde del sábado ha ganado de nuevo su partida. Pero todos saben que las cosas han cambiado para siempre.

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