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Burgess no es Borges

Con Anthony Burgess no muere un escritor, muere una literatura. O mejor, muere un concepto de la literatura como el arte de las palabras. Desde la muerte de Evelyn Waugh no ha habido una mayor pérdida para la literatura inglesa. O para la literatura tout court.

Mi primer encuentro con su arte combinatoria ocurrió en Hollywood, donde ejercía un oficio que Burgess completaría muchas veces: escribir palabras para que se perdieran entre el tumulto de imágenes. Para disipar la melancolía natural al ambiente compré un libro de bolsillo de una novela de espionaje titulada Temblores de intención.

Desde el título, curiosamente atractivo, hasta la última página, que consumí ya entrada la mañana, estuve atrapado por una incierta magia que venía de las palabras, que iba más allá hasta las últimas posibilidades del lenguaje. Desde entonces me convertí en un lector asiduo, casi un fan de la extensa producción de Burgess. Se convirtió así en el único escritor inglés que no sólo me interesaba, sino apasionaba.

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Nunca nos conocimos, pero siempre fuimos afines. Cuando en 1985 publiqué Holy smoke, mi rapsodia cubana al tabaco y al fumar, Burgess escribió una crónica en el diario londinense Evening Standard que sostenía con ingenio su pasión por el humo hecho de innumerables puritos holandeses.

Ésta es la segunda muerte de Burgess. Su carrera literaria comenzó cuando vivía en Malaisia y le diagnosticaron un tumor cerebral.

Las novelas que produjo en tiempo récord convencieron a los médicos de que no había tumores en su cerebro, sino palabras, palabras, palabras, como decía Hamlet el solitario. Ahora, como a menudo, la muerte ha sido definitiva.

Burgess gustaba de intercambiar nombres con Borges: Anthony Borges, Jorge Luis Burgess. La pérdida de Burgess no es la pérdida de Borges, pero sin embargo, a los dos les une, más que la sinonimia, una visión de la literatura como una forma de eternidad. Con su muerte ha creado sin duda un vacío. Con su obra se colma este vacío.

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