Tom Hanks, rodeado de vacíos
Philadelphia se anunció en el festival de Berlín como obra comprometida. Defraudó: carece de riesgo alguno y es una visión suave de la tragedia del sida, en la que lo único que sobrepasa lo correcto son destellos del gran oficio de Demme -escenas del final del proceso- y la delicada e inteligente composición que Tom Hanks logra del abogado enfermo y sublevado.No se entiende que Demme, director de los que miran con lupa las cuartillas que está rodando, no se percatase de que -tal como queda en pantalla- el guión del filme tiene, junto a excelentes diálogos y un buen desarrollo de algunos personajes -por ejemplo, el malo interpretado por el gran Jason Robards-, algunas clamorosas y vacíos inexplicables, que conducen a una secuencia arrítmica, llena de frenazos y de la que se escapan muchos hilos perdidos que no conducen a ninguna parte.
Philadelphia
Dirección: Jonathan Demme. Guión: R. Nyswaner. Fotografía: Fujimoto. EE UU, 1993. Intérpretes: Tom Hanks, Denzel Washington, Jason Robards, Antonio Banderas. Cines Callao, Vergara, La Vaguada, Albufera, Parquesur y, en v. o., Ideal.
Da la impresión -y esta explicación se oyó reiteradamente en el festival berlinés, donde la película como tal fracasó, pese al triunfo de su protagonista- de que estamos ante un guión gravemente amputado, probablemente después de rodado y montado. De otra manera, y para entendernos, no se entiende que una clave del conflicto, el amante de Hanks que interpreta Antonio Banderas, quede reducido a un tipo episódico, que parece pedir permiso para entrar en pantalla un par de veces, y del que nadie sabe qué demonios pinta en esta historia, salvo el humillante embolado de rellenar un tonto hueco de mal personaje muleta.
Y como éste media docena o más de vacíos y arritmias gravísimas, que hacen de este ambicioso filme un caso flagrante de gato por liebre, una caricia para hacer más digerible el infierno que cuenta y no para golpear la conciencia del espectador con el mazazo de la interioridad de ese infierno: ni un dato sobre la reacción de Hanks al saberse enfermo; y nuevo escamoteo: nada sobre su doble vida. Casi nada de casi todo: un alarde de medias tintas. Lo único firme que queda es la bandeja de oro desde la que Hanks de una lección de dominio de los matices y se luce en su pericia para combinar y graduar el deterioro físico del enfermo con la progresiva lucidez mental y moral del hombre. Y lo que se nos prometió como una película grave, mayor, se queda en cosa leve, menor, casi pequeña.