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Tribuna
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La cueva de Ingmar Bergman

Correcta, defendible decisión del jurado pero con dos estridencias que hacen chirriar la coherencia del reparto de premios. Primera: igualar, poner en la picota de tú a tú, las películas de Kiarostami y de Imamura es, con todos los respetos al eminente cineasta japonés, un perfecto disparate. La primera es un poema trágico de belleza excepcional y la segunda una estupenda, solvente y muy divertida mezcolanza de géneros, cuyo resultado es muy estimable, pero que no llega a la altura del zapato del prodigio artesanal de El sabor de la cereza.

Y segunda: conceder el premio a la mejor dirección al cineasta chino Wong KarWay, por su trabajo en Happy together, sería un acierto si no estuvieran en la competición las respectivas direcciones de Ang Lee en Tormenta de hielo y la de Michael Haneke en Funny games. El cineasta premiado hace auténticos juegos malabares con la cámara y con los ritmos, pero la sutileza, el vigor y la serenidad de los trabajos de sus dos competidores desplazados se sitúan en niveles artísticos enormemente superiores. El jurado se ha tragado un auténtico gol por el virtuosismo manierista de este cineasta chino.

Más información
Doble Palma de Oro al iraní Abbas Kiarostami y al japonés Shohei Imamura

Pero, con independencia de sus aciertos y desaciertos, lo que no estaba en las manos del jurado es sacar diamantes de una mina de plomo. Este ostentoso y brillante, pero plúmbeo 50º Cannes no ha estado a la altura de años precedentes y menos aún de la edición inmediatamente anterior, donde triunfaron Secretos y mentiras, Rompiendo las olas y Fargo, tres películas excepcionales que podían haberse ensanchado a 8 o 10 o 12, pues cada día era un gozo acudir al Auditorio Lumiére, pues en él sistemáticamente nos proyectaban dos horas, y a veces cuatro, de ese cine rotundo que uno espera de aquí y que este año nos han dado con cuentagotas.

El Cannes del medio siglo quedará, por tanto, como una edición bastante pobre y mal planteada de principio a fin. Los criterios selectivos de películas fueron obtusos y los seis o siete aciertos de la vasta programación) no alcanzaron (salvo en El sabor de la cereza y Funny games) ese toque de excepcionalidad que da garantías de permanencia a un filme. La mayor parte de la programación fue de cine con toda la pinta de perecedero, incluido el contenido (con excepción de las dos citadas) en las pocas películas de fuste.

Pasará pronto por ello a engrosar el olvido este 50º Cannes, que se nos prometió como un suceso histórico y se ha quedado en una simple nota a pie de página en el libro del cine. La nota dice: Aquí fue sacada de la cueva de la jubilación y aireada por las cuatro esquinas del planeta la gigantesca figura de Ingmar Bergman, elegido por sus más ilustres colegas como el único fuera de discusión de cuantos no pueblan todavía el país de los cineastas muertos. '

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