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Tribuna
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Un europeo honorario

Cuando un dictador de Oriente Próximo sigue fielmente la política de Estados Unidos en la región, uno puede estar seguro de que a su muerte será recordado como un pacificador, un moderado, un amigo de Occidente. Es lo que ocurrió con Hassan II cuando los jefes de Estado salieron hacia Rabat para expresar su condolencia por la desaparición del monarca árabe que más tiempo ha permanecido en el trono (38 años). No mencionan, por supuesto, el que durante décadas haya encarcelado a sus adversarios políticos sin juicio previo, ni las prisiones secretas en las montañas, ni las desapariciones de personas, ni la ocupación por la fuerza del Sáhara occidental. Porque ¿no fue éste el hombre que facilitó la firma del tratado de paz egipcio-isralí, el acuerdo de Oslo o el tratado de paz jordano; el que lanzó un llamamiento islámico contra el terrorismo desde el seno del islam?Por mucho dinero que recibiera de la CIA -el mundo árabe todavía habla de ello con una mezcla de cólera y envidia-, el rey Hassan II estaba de nuestro lado. De hecho, en los últimos tiempos se estableció la costumbre de considerar al monarca -cuyo país está más cerca de Londres que de Jerusalén- como una especie de europeo honorario, fumador empedernido, elocuente y deseoso de aclarar ese pequeño malentendido de los derechos humanos, encantado de participar en nuestras fiestas, tal como hizo hace sólo unos días en la Bastilla con el presidente francés, Jacques Chirac, durante los actos del 14 de julio.

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En una ocasión, Hassan le dijo al rey Juan Carlos de España: "Cuando ascendí al trono, la gente decía que no iba a durar más de seis meses". Y casi acertaron. Su propia Fuerza Aérea trató de acabar con él. Hassan II era despiadado. Sus enemigos desaparecían sin dejar rastro. Decía que no había prisioneros políticos, sólo traidores. Los marroquíes, escribió una vez, "necesitan un monarca popular que ejerza el poder. Ésa es la razón por la que en Marruecos el rey gobierna. El pueblo no entendería que no lo hiciera".

Hassan era pragmático hasta el cinismo. En 1994, frente a un Yasir Arafat acosado y cansado, aconsejó -en palabras del periodista egipcio Mohamed Heikel- al líder de la OLP que prosiguiera las negociaciones con los israelíes: "Esa gente es muy poderosa. Piensa en lo que han hecho por ti. En 24 horas han dado la vuelta a tu imagen, de terrorista a pacificador, permitiendo así que acudas a la Casa Blanca, que cenes en el Departamento de Estado, que comas en la sede del Banco Mundial o que entres en el número 10 de Downing Street".

Las relaciones del rey Hassan con Israel permanecerán en el recuerdo como la faceta de su reinado más controvertida y, al mismo tiempo, más fascinante. Protegió a la comunidad judía marroquí, invitó a los judíos marroquíes con pasaporte israelí a que regresaran al país donde nacieron, alojó en secreto a la mitad de los primeros ministros de Israel: Golda Meir llegó vestida de hombre, e Isaac Rabin, a escondidas y, al parecer, con un bigote postizo. Cuando los Estados árabes limítrofes con Israel se quejaron, Hassan se limitó a ignorarlos. Curiosamente, esto hizo de él el personaje más popular del mundo árabe. Una despreocupación rayana en la libertad y, sin duda, no carente de una cierta autocrítica. En su libro Memorias de un rey, publicado en 1993, admitía que el 60% de sus decisiones había sido erróneo. Hassan era un hombre elocuente, era "una de esas pocas personas a las que escuchas más por placer que por lealtad", como cáusticamente expuso ayer un palestino. Buen conocedor del Corán -heredó de su padre, el rey MohamedV, el título de comendador de los creyentes-, su oratoria era muy espontánea. Igual que su cólera. Los informes de Amnistía Internacional están plagados de casos de torturas y malos tratos por parte de los servicios de seguridad marroquíes. En 1997 fueron detenidos 120 adversarios políticos que llamaban al boicoteo de las elecciones locales.

Trató sin piedad a los militantes islámicos que asesinaban a los occidentales en su país, amenazando con derramar la sangre argelina sobre la misma línea fronteriza de ese centro turístico limpio, secular y cada vez más rico en el que se estaba convirtiendo Marruecos. Hassan nunca fue demasiado escrupuloso a la hora de firmar las penas de muerte, pero tampoco tuvo miedo de perdonar más tarde a los condenados. Porque, como tantos otros dictadores de edad avanzada, su carácter se suavizó con los años. A principios de los noventa liberó a los oficiales del Ejército rebelde que, en algunos casos, habían permanecido en prisión durante décadas. Puso en libertad a más de 800 presos políticos y conmutó 195 sentencias de muerte. Y, por supuesto, en la terrible lista de violadores de los derechos humanos comprendidos entre el Atlántico y el Golfo, Marruecos es sólo un infractor moderado. Esto facilitará mucho a nuestros líderes ensalzar su nombre en Rabat hoy, cuando acudan al entierro. "La suya ha sido siempre la voz de la razón y la tolerancia", expresó con efusión el presidente Bill Clinton a Hassan en 1995. Hoy dirá lo mismo en Rabat cuando se encuentre con su sucesor, Sidi Mohamed. Nuestro rey ha muerto; larga vida al rey.

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