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Antifranquismo

El teatro de Antonio Buero Vallejo posee una significación histórica superior a su alcance meramente estético. Durante el periodo franquista, que fue la etapa más viva de esta dramaturgia, el teatro de Buero asumió el papel de la disidencia ideológica y encarnó para muchos la representación de un teatro rebelde, crítico con la sociedad. Los autores no franquistas no estrenaban o tenían grandes dificultades para hacerlo; el drama de Buero los incorporaba también simbólicamente a ellos.Los estrenos de Buero tuvieron durante mucho tiempo un marchamo de discurso de la resistencia que era su mejor pedigrí. Ir a ver a Buero era cumplir también un deber cívico. La habilidad del autor en la manipulación de ciertas formas del sainete o del drama histórico servía bien la causa de la resistencia a un régimen brotado de una guerra injustificable. Historia de una escalera fue el drama de la guerra civil: aquella casa de discordias era una metáfora. Los nobles ideales históricos de Un soñador para un pueblo -basada en la historia de Esquilache-, los ideales ilustrados vigentes en El concierto de san Ovidio, la actitud rebelde de Velázquez contra el poder en Las meninas o la atormentada razón de Goya en El sueño de la razón venían a ser otros tantos discursos que alusivamente ponían en la picota el sistema político autoritario, tanto o más como cuando el autor abordaba la guerra civil en una obra, El tragaluz, en la que lo hizo abiertamente. No engañaban tampoco las metáforas sobre ciegos (En la ardiente oscuridad) o las alegorías del poder autoritario (La Fundación), o las señales de renovación imposible (La señal que se espera).

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Por todo eso, el posfranquismo fue duro para Buero. Su drama sobre la tortura (La doble historia del doctor Valmy) llegaba tarde, lo mismo que su obra sobre Larra (La detonación). Este teatro se nutría mucho más de su condición hostil, combativa ma non troppo, que de su naturaleza misma. Su función de parábola de la vida española le otorgó durante años una significación que excedía sus módulos estéticos. En este punto, el teatro de Buero se presentaba como legítimo continuador de las poéticas ibsenianas y de Strindberg, retomadas cuarenta o cincuenta años más tarde. Un realismo el suyo más bien epigonal, que por las vías de un lenguaje tan convencional como elusivo ponía en tela de juicio el unanimismo de la sociedad franquista.

Lo que Buero no sabía -o a lo mejor lo sabía- es que, sin pretenderlo, su teatro fue durante muchos años una coartada con la que el sistema represivo se justificaba a sí mismo aunque fuera en un marco tan residual como el dramático. Él, Buero, asumía su papel de antifranquista oficial en su entrada en la Academia Española, cuyo discurso estuvo presidido por la invocación shakespeariana del espectro de García Lorca para justificar así su presencia en la docta casa. "Un tigre domesticado", escribió entonces la revista Triunfo. Muy plástico, muy incisivo, pero inexacto en la medida en que, si lo era, lo venía siendo desde el triunfal estreno de Historia de una escalera, en la década del cuarenta. Sin la energía negativa que recibía del sistema autoritario, el teatro de Buero no era demasiado. Ese teatro tenía una función práctica, que excedía con mucho su función estética. Desaparecido el contexto, el texto se hundía en virtud de su condición estéticamente conservadora, de un realismo naturalista depurado, que no era renovador ni en las estructuras escénicas ni en su lenguaje, de un prosaísmo verista nunca cargado de trascendencia poética.

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