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Reportaje:

Los Viveros como frontera

Entre la zona que yace bajo el puente de Serranos, y hasta poco antes del puente del Real (lindando con el Museo de Bellas Artes y los Jardines de Viveros), hay aún traficantes esporádicos, que venden su droga mientras equipos de habitantes del mundo de arriba bajan a este tramo a jugar partidos nocturnos de fútbol. Hay yonquis que recuerdan cómo uno de estos traficantes solitarios aceptó que un toxicómano le ofreciera su hija como puta a cambio de unas dosis. Por allí deambula un "moreno" que fue un camello "de primera" y ahora es una especie de eremita nervioso que vaga en la noche del cauce sin hablar con nadie. Le llaman El Loco, y todos le huyen, porque cuentan que ha matado ya a dos hombres. Ni las navajas, ni a veces, tampoco las pistolas, son raras en el río, pero ni aún con un arma encima, alguien se atreve a cruzarse frente a frente con El Loco.

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Un río sin retorno de desolación y riesgo

Viveros y el puente del Real marcan la frontera virtual entre el final de las zona de tráfico y consumo de drogas y el inicio de la zona de encuentro homosexual, y de prostitución de este tipo (a los que la ejercen se les conoce como chaperos o chaps) Este espacio se prolonga hasta el Palau de la Música, y a él, la gente empieza a acudir cuando cae la noche, y deja de asistir cuando se alza el sol. Hay otros puntos nocturnos de encuentro gay en la ciudad. Por ejemplo, el aparcamiento del Palau de Congresos, o una par de zonas en las Playas de Pinedo o El Saler. En cuanto a la prostitución, se encuentra en casas privadas, en unos cuantos bares y, ya al aire libre, alrededor de la estación de autobuses. Pero el río reúne armónicamente las dos modalidades: la del ligue gratis, y la del ligue pagando.

Bajo de Viveros es donde más buscadores fluviales se reúnen. Puede llegar a haber treinta o más dando vueltas por este espacio, uno de los más hermosos del cauce, y que parece tranquilo, sin la agresividad latente que se masca en otras partes de la noche del cauce. No obstante, en esta soledad, los buscadores se pueden tropezar con cualquier cosa, hasta con la llegada de la policía, que a veces se da. Los hombres que van a ligar, sin pagar rondan, se miran, pasean, flirtean guarecidos en los ojos de uno u otro puente. Si se gustan, se van fuera, al coche, a un bar, o quedan para otro día. Si quieren el sexo instantáneo, se arreglan en medio de los árboles más discretos.

Si no encuentran ligue, recurren a la prostitución. La ejercen básicamente inmigrantes magrebíes. Estos chaps son "activos" en el desarrollo del coito con el cliente, que es quien debe adoptar, si quiere el trato, la postura sexual "pasiva". Como las prostitutas heterosexuales, no venden besos en la boca, y, a diferencia de ellas, no practican al comprador el sexo oral, aunque aquel sí se lo puede practicar a ellos, si es que paga por ello. Los precios suelen ser ridículos, oscilando entre las 2.000 y las 5.000 pesetas, y la clientela, especialmente de jueves a sábado, se nutre mucho de aquellos que, cuando llega la alta madrugada, asumen que no hay ligue en la disco gay de moda, y bajan al río a calmar el hambre.

El trajín acaba en las inmediaciones del Palau de la Música, un punto donde el jueves por la noche, y sin saber qué se cuece a su lado, sirve de reunión a un grupo de patinadores valencianos para que hagan sus piruetas. Más allá, en la noche del cauce, ya no hay nada. Progresivamente, desde que hace casi treinta años se decidiera administrativamente desviar el Turia hacia otro cauce para evitar el peligro de desbordamiento, el viejo cauce se ha convertido en una sucesión de tramos sin ton ni son. El arquitecto Ricardo Bofill propuso un plan para unificar su contenido de sus tramos, pero esto suscitó una controversia política que impidió su aplicación. Ahora, los políticos proponen erigir un Parque de Cabecera al principio del cauce, y una iluminación para todo el río. Esto hará, quizás un día, que su vida nocturna se traslade. Pero no que solucione sus conflictos o su desazón.

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