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Columna
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El otro Goya

Vamos al Prado para acompañar a un forastero o quizás a tiro hecho para ver algo insólito, alguna novedad. A la puerta se agolpan cientos de visitantes, incluidos en grupos, que luego se desmenuzan en pequeñas tertulias para hablar de sus cosas, con algún vistazo hacia lo que cuelga de los muros. Rara vez nos salimos del sota, caballo y rey que son Velázquez, el Greco y Goya, con alguna incursión a la considerable muestra flamenca. Estuve el otro día, tras una vergonzosa ausencia, y me dejó patidifuso el batiburrilo que se ofreció a los cansados ojos. Es una opinión personal y atrabiliaria, pero me parece que casi todo ha cambiado, pero no para quedarse igual, sino para empeorar. Ignoro cuándo comenzaron las mutaciones, a quién se le ocurrieron la transferencia de los lienzos, la confusión estólida de las escuelas, la estimación estética de las obras maestras. No es mucho suponer que el museo valore su patrimonio, exhiba con armonía los cuadros y administre con gracia el espacio. Colgar una pintura no debería hacerse siguiendo el capricho extravagante y a menudo necio de un decorador de interiores.

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En esta última y específica visita he tenido la impresión del estado aparentemente polvoriento y mate de algunas maravillas. Las meninas se diluyen en una enorme y desamparada pared, sobre un fondo entelado que recuerda el dormitorio más caro de la casa de putas en una ciudad episcopal. Fue encargado para el despacho del rey, de otras dimensiones, siempre con trato singular, como merece. Monarcas, reinas, validos, personajes de cualquier jaez, han perdido su sitio, extraviados en superficies desorbitadas. El más famoso autorretrato de Goya merece el mismo trato que en el hogar de un mafioso la figura del abuelo que hizo fortuna con la trata de negros. O el desvalido de La condesa de Chinchón, que parece la última paciente del ambulatorio. La manía cursi del tapizado se repite con fondos grisáceos y rosas y alterna con otros parecidos al de cadenas de hoteles baratos en el Mediterráneo, quizá de la misma inspiración.

En una sala abovedada, aliviaban el vacío unos enormes medallones, con el fin de amparar las obras geniales, y fueron pintados con ese fin, para ser vistos desde lejos. Ahora ocupan una pequeña sala en la que se pone de manifiesto la fealdad cercana, la técnica del cartel. Busqué los ergonómicos sofás de asientos y respaldos guateados, desde donde contemplar el tema favorito, la panorámica de una galería. Han sido sustituidos por unas bancadas de madera que recuerdan el amortizado modernismo de los muebles daneses. Podría hablarse de los suelos, suplantados por grandes losas grisáceas y espejeantes, muy comunes en los vestíbulos de los bancos y de los hospitales. Nos invade la confusa impresión de que allí hubo un incendio o una amenaza de bomba con la intervención de brigadas de salvamento y demolición y que todo fue reinstalado como diera lugar, con desorden y desconcierto. Todas esas intervenciones han debido de costar miles de millones, causa quizá de que haya un deficiente servicio de lentos y estrechos ascensores para el público, por ejemplo. El proyecto de este deterioro viene de lejos, porque es una ingente y meticulosa obra de devaluación artística muy difícil de improvisar.

Hace unos días han saltado a los medios de comunicación las opiniones de la titulada historiadora del arte doña Juliet Wilson, secundada publicitariamente por uno de los conservadores del museo, doña Manuela Mena, tras -dicen- varios años de concienzudos estudios y cavilaciones. Han descubierto, por fin, que los lienzos de Goya La lechera de Burdeos y El coloso no salieron de su mano. Les presto mi más decidido e insignificante apoyo, siguiendo una teoría que se aplicó a Shakespeare: el verdadero autor de ambos óleos fue otro individuo que, por extrañas coincidencias, también se llamaba Francisco de Goya y Lucientes, nació en Fuendetodos (Zaragoza), se dedicó a pintar y murió, sordo como una tapia, en la ciudad de Burdeos. Solamente la dedicación tenaz y profunda podría haber desenmascarado la impostura, con el gusto y la satisfacción que produce dar un puntapié al taburete de la fama. ¡Que la verdad resplandezca, mientras las viejas telas se consumen deslucidas y afrentadas! Loor y todas esas cosas.

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