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54º FESTIVAL DE CANNES
Columna
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Elogio de la dureza y la pureza

Desde los fuegos fatuos de su sesión inaugural, en esta edición del festival, como -salvo algunas concesiones, unas miopes y otras pactadas, a los códigos oscuros de la política y del mercado- en todas las ediciones de los últimos años, se ha cumplido con vara de medir bastante severa la orden, dada hace más de una década por el mandamás Gilles Jacob, de buscar las huellas del (ésas fueron sus palabras) cine puro y duro que se hace hoy en el mundo.

Aunque lo parece, no es la de Gilles Jacob una consigna franciscana. Es, por el contrario, una llamada belicosa a la defensa del cine europeo y de sus crecientes intereses en la producción de cine asiático -que es de donde procede la mayor y mejor parte de ese cine puro y duro- contra la colonización por Hollywood de todas las pantallas de Europa.

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Lo que los dirigentes de este enorme e inteligente festival buscan con insistencia es dar resonancia mundial a la pequeña producción de cine europeo y asiático, territorio en el que tienen ganada la batalla a Hollywood, que encuentra actualmente en Francia un obstáculo infranqueable para su afán de expansión en la proliferación de pequeñas películas 'puras y duras' que llenan las pantallas francesas e impiden que ocurra en este país el desastre del casi total apoderamiento por las multinacionales estadounidenses de las pantallas españolas, británicas, rusas, alemanas, etc., que se tragan entera la producción anual californiana, incluidas, junto a sus 20 o 30 películas necesarias, sus 200 o 300 innecesarias.

Fértil paradoja

Los altavoces de Cannes consiguen llevar a las cuatro esquinas del planeta la voz de los que hacen cine de espaldas a la rentabilidad inmediata, cine independiente, cine de autor, cine artesanal, cine incluso pobre. Y surge así la fértil paradoja de que el más opulento de los encuentros de cineastas busque su punto de distinción en el hecho de convocar a que pisen sus lujosas moquetas a quienes hacen cine descalzos. Y casi en eso ha consistido esta edición, ante la que los directores de otros dos grandes festivales europeos, el de Venecia y el de Berlín, han reaccionado con anuncios de cambios en sus pautas de programación, arrastrados por la creciente resonancia del elogio de Cannes al cine puro y duro.

Si en las 30 películas de la sección oficial hay una decena de obras de gran interés, de las que crean escuela y memoria, lo más relevante del festival ha sido, sin embargo, otra cosa menos concreta, pero más profunda. Me refiero a la filosofía de la programación, que proclama la esperanza en la capacidad del arte del cine para salir del atolladero de su dependencia del negocio del cine y para inyectarse sangre renovadora.

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