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Columna
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Los puritanos de Alá

Antonio Elorza

La imagen tópica de Osama Bin Laden es la de una versión islámica del malvado en las películas del agente 007, sólo que en este caso motivado por los despropósitos de la política de Estados Unidos. A pesar de la carga de arcaísmo que envuelve su figura, todas las explicaciones se centran en el presente. Para nada cuenta que Bin Laden sea un wahhabí, ni que de esa raíz procedan aspectos esenciales de su concepción religioso-política.

El movimiento wahhabí no surgió hace casi tres siglos únicamente por la radicalización de una escuela jurídica islámica rigorista, la hanbalí. Resultó necesario paradójicamente el impulso del sufismo, en apariencia su opuesto. Algunos sitúan como influencia en su origen su rama nagshabandí, que derivó hacia la resistencia antirrusa en Chechenia. Esa primacía de la yihad será un rasgo de los seguidores de Muhammad Abd-ul Wahhab.

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Wahhab es uno de los 99 nombres de Alá: el Otorgante. De ahí vino a su vez el nombre del reformador que en el siglo XVIII desarrolló una intensa campaña por la unidad y la depuración del Islam, amenazado a su juicio por los intérpretes, los rituales, las imágenes, el despliegue suntuario, que desviaban al creyente de la exigencia fundamental de expresar la sumisión a Alá. Ello suponía un distanciamiento de lo que él consideraba el Islam originario. Muy pronto, los seguidores de Abd-ul Wahhab se autodenominaron unitarios, por la defensa de la exclusividad de Alá en cuanto interlocutor del creyente, sin mediador alguno. Su lema era inequívoco: '¡Matad y estrangulad a los infieles que dan compañeros a Alá!'. Ni siquiera los rezos podían ser dirigidos al profeta o a los hombres santos. El creyente debía formarse su propio juicio sobre la base de la lectura exhaustiva del Corán y en especial de los hadiths, las sentencias atribuidas a Mahoma que proporcionaron pautas de comportamiento. Toda innovación en la doctrina y en las formas quedaba rechazada de plano. El wahhabismo surgió como mística de la acción para depurar la fe.

Fue un rigorismo extremo. El número de fiestas se redujo, hasta el punto de suprimir la celebración del nacimiento de Mahoma, no cabían iluminaciones ni ofrendas. Era suprimido el rosario para contar los nombres de Alá. Pero la doctrina ganó en 1744 el apoyo decisivo de un jeque, Muhammad ibn-Saud, origen de la dinastía actual, que llegó a dominar gran parte de la Península arábiga, La Meca y Medina incluidas. El avance no se detuvo, penetrando en los actuales Irak y Siria. En la campaña destruyó los lugares santos de los shiíes y la intransigencia llegó hasta el punto de suprimir minaretes y tumbas, por no existir en los orígenes del Islam. Y puesto a arrasar, su nieto Saud saqueó en 1802 los santuarios de La Meca y la tumba de Mahoma en Medina, distribuyendo sus riquezas entre los soldados. El sacrilegio horrorizó al mundo musulmán.

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El integrismo tropezó por vez primera con Europa, cuya técnica militar propició la victoria de Mehemet Alí, en nombre del sultán, sobre los saudíes en 1818. Siguió casi un siglo de marginación. Fue en los primeros años del siglo XX cuando el saudí Abd al-Aziz, proclamando la unidad del Islam y de nuevo la exigencia de recuperar la pureza originaria, puso en marcha el movimiento tribal de los ijwan (hermanos), reunidos en comunidades agrarias de naturaleza religioso-militar. Profesaban el ascetismo e imponían por la fuerza a los demás musulmanes, siguiendo las reglas de la sharía. Rechazaron todo adelanto técnico, como el automóvil o el teléfono. Su finalidad última era morir con tal de lograr la generalización de su actitud. En el vacío de poder provocado por la caída del imperio turco, el combate incesante de los hermanos, bajo la jefatura de Abd al-Aziz, unificó lo que es hoy Arabia Saudí e irradió hasta Irak, entrando en conflicto con Inglaterra. El propio Abd al-Aziz aplastó militarmente a los ijwan en 1929.

A pesar de esa derrota, sus principios son el fundamento del Estado de Arabia Saudí, creado en 1932 y basado en la aplicación estricta de la sharía. En 1938 llegó el petróleo, creando una nueva situación en que el rigorismo formal del Gobierno saudí se vio acompañado por su alianza con Occidente y por unas formas de vida que contravenían abiertamente las normas wahhabíes. La única compensación venía y viene del importante apoyo económico prestado a la difusión del misoneísmo integrista. Era el precio a pagar por el apoyo de los ulemas, si bien todo ello resultó insuficiente para los seguidores estrictos de la doctrina. Ésta era apuntalada por el egipcio Sayyid Qutb, al recordar que la prioridad para los musulmanes era la yihad, sobre la base de que el reino de Alá debía ser universal; por ello, cualquier colaboración de un Estado musulmán con Occidente le incluía en el ámbito de jahiliyya, la ignorancia bárbara propia de los infieles.

El doble pulso, con la dinastía traidora y con Occidente, salió a la luz en 1979, cuando herederos confesos del movimiento ijwan, encabezados por Juhaiman al-Utaibi, se apoderaron de la Mezquita Mayor de La Meca (siempre el gusto por los símbolos del poder). Murieron 2.700 soldados y 450 rebeldes. Ya no eran beduinos, sino jóvenes de extracción urbana y formación en universidades islámicas que así mostraban, tras paciente labor conspirativa, su rechazo frente a un régimen saudí lastrado por la corrupción y la occidentalización, que a su juicio probaba la presencia de 'embajadores, expertos y enseñantes cristianos' y de las banderas 'cristianas desplegadas junto a la unitaria islámica. El enemigo ya no eran otros musulmanes, sino Occidente.

Los acontecimientos de los últimos 20 años refrendaron esa bipolaridad. El actual terrorismo wahhabí no arranca de la protesta por la ocupación de Palestina, signo eso sí de la maldad intrínseca de israelíes y americanos, ni de la miseria de masas de musulmanes, que le puede servir de apoyo, sino de la exigencia de acabar con el gran poder que a escala mundial se opone al imperio de Dios. Enlazan de este modo pasado y presente del extremismo wahhabí una intransigencia radical, la voluntad del retorno a los orígenes, el recurso a una violencia ilimitada para acabar con los enemigos de Alá y el valor asignado a los símbolos -de los minaretes a las torres gemelas, pasando quizá por los Budas de Bamiyán-, que según ellos encarnan el designio propio de infieles de alzarse frente al poder divino. Si en el pasado asaltaron la tumba de Mahoma, ¿por qué no iban a atacar y destruir los emblemas del nuevo poder satánico?

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