El cancerbero solitario
Molina resulta taciturno, áspero en ocasiones, pero muy franco y con una independencia de carácter que no abunda en la profesión
Cuando empezó a hacerse famoso, le llamaban Loquillo porque sus patillas rockabilly recordaban a las del cantante. También se lo podrían haber puesto porque encajaba a la perfección en el viejo tópico del fútbol que atribuye a los porteros un punto de locura. José Francisco Molina (Valencia, 8-8-1970) ha sido siempre un futbolista bastante poco convencional. Fuera del vestuario, resulta un tipo solitario, taciturno, un tanto áspero en ocasiones, pero muy franco y con una independencia de carácter que no abunda en la profesión. En el campo, nunca se resignó a vivir atado a la portería. Su juego con los pies le permitió vivir el más pintoresco debú con la selección que haya tenido jamás un futbolista español -jugó unos minutos de interior izquierdo porque el entrenador, Javier Clemente, se había quedado sin banquillo- y le convirtió en el prototipo del portero adaptado al fútbol de hoy.
Molina acabó muy enfadado su último partido, hace diez días, cuando el Deportivo perdió ante el Racing (0-2). El portero se pasó la segunda parte midiéndose en solitario a los contragolpes rivales. En una de ésas, le dio un arrebato, se echó la pelota al pie y avanzó con ella hasta el medio del campo para meter un pase largo hacia delante. Un gesto de rabia, y quizá también de cierto reproche a sus compañeros, que lo define muy bien. Molina es ese tipo discreto que sólo da un puñetazo en la mesa cuando hay que darlo. Y es también el guardameta con espíritu de delantero.
De niño, cuando empezó a jugar en la playa, nadie quería ser portero. 'Y le tocó al tonto', contó en una ocasión. 'A mí, como a todos, lo que me gustaba era pasar y regatear'. Condenado a guardar la portería, nunca renunció a satisfacer aquel deseo infantil. Y de alguna manera acabó lográndolo en el Atlético, adonde había llegado tras formarse en la cantera del Valencia y ejercer de meritorio en Villarreal y Albacete. Fueron los memorables días del doblete, de aquel gran equipo en el que Molina desempeñaba una función crucial y no sólo para evitar que el contrario marcase. Su antigua vocación encontró el hábitat ideal en un sistema que llevaba la defensa muy arriba y obligaba al portero a ejercer casi como un líbero. Molina fue feliz, y la afición lo idolatró. Hablaba poco, pero siempre con una franqueza irrebatible. Y cuando hizo falta, le plantó cara a Antic y al mismo Gil.
Todo se torció en el verano de 2000. Primero, bajó a Segunda con el Atlético, y luego, cuando al fin parecía que era el elegido para la portería de la selección, llegó la Eurocopa y aquel famoso partido inaugural contra Noruega. Un error en el gol del triunfo noruego convirtió a Molina en el chivo expiatorio de una penosa actuación colectiva. Como siempre, el portero iba por libre, ajeno a las camarillas del vestuario, y al seleccionador, José Antonio Camacho, no le costó sacrificarle en el siguiente partido. Nunca más volvió a llamarlo, ni siquiera después de sus excelentes temporadas con el Deportivo. Molina se sintió muy herido con todo aquello. Pero siguió a lo suyo, con su aire de loquillo retraído y solitario, ese que también tenía ayer cuando anunció, algo nervioso y sin dramatismo, que se marcha para volver.