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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Después de la matanza

Casi cien personas que habían ido al teatro a presenciar un musical han perdido brutalmente la vida entre el fuego de los terroristas chechenos que les hicieron rehenes y las balas y el gas venenoso de sus salvadores. La tragedia del teatro Dubrovka, colosal irrupción en el corazón de Moscú de la guerra de Chechenia, no sólo es el acto terrorista más llamativo en la última década de enfrentamiento con los independentistas. Representa además un aldabonazo para Rusia y para la comunidad internacional, que ayer se felicitaba por el desenlace, y sus repercusiones serán importantes para Vladímir Putin, cuya meteórica carrera política se ha asentado precisamente en su actitud inmisericorde hacia la república díscola.

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Todo hacía presagiar en las últimas horas un final sangriento del golpe de fuerza de los fundamentalistas chechenos. El comando suicida asaltante se había colocado irreversiblemente en una situación límite al amenazar con la ejecución de los secuestrados, aunque no consta que hubiera empezado. Y de la demostrada incompetencia de las fuerzas especiales rusas en situaciones similares, hasta ahora lejos de Moscú, cabía esperar lo peor. La cifra de inocentes muertos en su intervención, todavía confusa, sugiere una irrupción ajena por completo a las consideraciones de seguridad reiteradamente prometidas por el presidente Putin, que anoche pidió perdón a los rusos por las víctimas inocentes.

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La magnitud de lo ocurrido en el teatro Dubrovka anticipa presumiblemente otras carnicerías igualmente ciegas si se mantiene la estéril política de tierra quemada del Kremlin en un territorio de las dimensiones de Toledo autoproclamado independiente en 1991 y enfrentado a Moscú desde hace siglo y medio. La gran mayoría de los rusos ha vivido de espaldas a lo que allí ocurre desde que Putin, como primer ministro, ordenara en 1999 el regreso del Ejército federal a la república que Yeltsin había abandonado humillado en 1996. Anestesiada por la falta de información veraz y el maremoto propagandístico del Gobierno, la sociedad rusa no ha querido acercarse a una guerra sucia en la que desde el bombardeo masivo de Grozni, en enero de 2000, se han sucedido la desaparición de civiles, las torturas y las ejecuciones a cargo de las tropas y los servicios de seguridad rusos. Las repetidas denuncias de organizaciones internacionales han sido estériles. Una simbólica suspensión temporal de voto a la delegación rusa por parte del Consejo de Europa es todo el castigo que la complicidad pasiva de los Gobiernos occidentales ha hecho recaer sobre Moscú. Convalidando este comportamiento, el ya presidente Putin ha perdido buena parte de su fuerza moral para condenar el inicuo terrorismo checheno.

El jefe del Kremlin tampoco ha dado muestras creíbles de aceptar el diálogo al rechazar una y otra vez las iniciativas de dirigentes liberales rusos y de los moderados chechenos, encabezados por el proscrito presidente Aslan Masjádov, elegido democráticamente en 1997. La consecuencia de todo ello ha sido el fortalecimiento del islamismo más radical en la devastada y medieval república caucásica. El poder de Masjádov, que se ha desmarcado públicamente de la matanza del teatro, es cada vez más discutido por numerosos jefes rebeldes, y la desvertebrada Chechenia se va repartiendo entre un puñado de clanes armados. Ese islamismo fundamentalista con conexiones distantes -combaten en la república fanáticos de media docena de países - probablemente no se habría impuesto sin la obstinación de Putin.

Después de lo ocurrido ayer, sin embargo, es improbable que Rusia pueda seguir considerando la guerra de Chechenia como algo en la periferia de su conciencia. Está en las manos del presidente ruso, que acumula en la práctica los poderes fundamentales del Estado, exhibir la voluntad política necesaria para detener un conflicto que va a más y mayores repercusiones. Aceptar la precaria rama de olivo que le tiende Masjádov serviría también para contribuir a aislar a los grupos más incendiarios, representados por esos jóvenes enmascarados que asaltaron el teatro Dubrovka imitando en sus rituales e indumentaria a los integristas afganos o a los terroristas suicidas palestinos, y que con sus métodos ilustran meridianamente lo que cabe esperar en Chechenia si consiguen el poder. Vertida la sangre, demasiada sangre, es la hora de las soluciones.

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