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Columna
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Un personaje en busca de actor

Más que actor, más que constructor de personajes, Luis Ciges fue, a la manera pirandelliana, un personaje en busca de actor. Se abrió paso en la historia del cine español, fingiendo que interpretaba, y esto hizo de él mismo su mejor creación, que en sus trabajos más libres y afinados fue una rara obra maestra del arte del camuflaje, pues bajo su ironía se movía como una anguila algo oscuro y difícil de decir, escurridizo, casi incapturable.

Por eso era inútil esmerarse, desde la escritura del guión, en moldear sobre el papel un boceto acabado, cerrado y preciso de personaje, pues luego él, al hacerlo suyo en la pantalla, lo volvía del revés como un saco y, con el imán de su gran inteligencia, su sosería calculada y su sagaz uso de la perplejidad, lo llevaba siempre, fuese quien fuese el personaje que le endosaran, al territorio del incrédulo y del escéptico, que era el único donde Luis Ciges se sentía a resguardo, bajo techo. Fue por eso un histrión islote, un bufo profundo y de especie única, cercado, casi encarcelado, por su piel, sin antecedentes y sin prolongaciones más allá de sí mismo.

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Dominaba Ciges algunos intrincados recovecos negros del humor y con ellos se las arregló para despertar amistad e incluso para hacer reír. Pero tras haberse dejado uno atrapar por la desconcertante comicidad que -bajo la sombra lejana de Buster Keaton- despertaba su dominio de la inexpresividad, descubría que detrás de la parte amable de Ciges había un rasgo en su gracia que destilaba amargura, algo que después de visto, ya pensado, no tenía ninguna gracia. Porque detrás de su máscara cómica asomó siempre, aunque nunca llegase a aflorar del todo, un rictus de tragedia, quizás -lo ignoro, pero hay indicios de ello en la terca permanencia de esa máscara a lo largo de todos sus trabajos- de tragedia íntima, del azogue de una inquietud escondida bajo su flema.

Viveros de la inteligencia

Se puso Ciges delante de las cámaras sin quererlo o queriendo desde allí abrirse camino a otras tareas del oficio del cine que nunca alcanzó o hizo sólo a medias. Pero como actor, o fingiendo serlo, se metió hasta el fondo de los viveros de la inteligencia del cine español de los años sesenta y, desde allí, se empeñó en la forja, en las décadas siguientes, de un trono en el único territorio del cine español donde echó raíces y creció una verdadera gran escuela, la estirpe que alguien llamó de las vocas cascadas, el inmenso y genial conjunto de los rostros de fondo, los teloneros de nuestro cine, que son su cumbre y en ella Ciges ocupa a su vez una cumbre íntima. Intervino en alrededor de un centenar de películas, dejando en su itinerario profesional dos nítidas líneas de estilo. Una es la que inicia en 1960 en Plácido, dirigida por Luis García Berlanga, y que culmina en 1994 con Así en el cielo como en la tierra, dirigida por José Luis Cuerda, que le valió un goya. Y otra es la que arranca (tras su incorporación a la marea innovadora de la Escuela de Barcelona) en Dante no es únicamente severo, dirigida en 1967 por Jacinto Esteva y Joaquín Jordá, y que culmina en su salto desde las imágenes de Cabezas cortadas, dirigida por Glauber Rocha en 1970, a las de La parranda, dirigida por Gonzalo Suárez en 1976.

En uno y otro trazado profesional, Ciges vivió desde dentro, además de los referidos y otros muchos, el cine de Iván Zulueta, Antonio Drove, Bigas Luna, Vicente Aranda, Jesús Franco, Mario Camus, Pedro Olea, Fernando Colomo, Pedro Almodóvar, Fernando Trueba, J. L. García Sánchez y, muy desde dentro, el de Berlanga, donde llegó a ser un signo vivo en Vivan los novios (1969), Tamaño natural (1973) y la serie de La escopeta nacional. Recorrió así Ciges las dos orillas, y vivió en las luces y en las sombras del cine español de las cuatro últimas décadas del siglo. Sus huellas son leves, pues en ningún filme dejó un mazazo de presencia. Pasó de puntillas por casi toda la zona medular del cine español, y lo hizo con vigorosa discreción y dejando un rastro del humor negro, libre y pesimista, que estalló en las palabras que Javier Rioyo y López Linares le arrancaron en Extranjeros de sí mismos, título dolorido, libre y algo suicida, que le cuadra.

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