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GUERRA EN IRAK | La posguerra
Columna
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La era post-heroica

La guerra de Irak puede ser el primer conflicto de lo que la sociología alemana ha bautizado como era post-heroica. Ese sentimiento de lo que viene a continuación de lo heroico, perceptible a partir de los años sesenta o setenta y que anima, en general, a las sociedades del mundo desarrollado, segrega un tipo de guerra cuyo mejor parangón se halla en la expansión colonial británica y francesa del siglo XIX. En ese tiempo, los mejores ejércitos de Occidente se enfrentaban, contando con la disciplina de sus formaciones y la potencia de sus máquinas de fuego, a los Ashanti o a los zulúes armados de azagayas; a los chinos de las guerras del opio con su artillería antediluviana; y a los derviches sudaneses de Omdurman (1899), donde miles de árabes perecieron en una carga suicida contra los casacas rojas de Kitchener, que apenas sufrieron unas docenas de bajas. Y la brecha tecnológica entre iraquíes y norteamericanos es hoy aún mayor que entonces.

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En esta guerra de Irak, la fuerza aérea, la artillería y los blindados arrasan, desde una posición virtualmente invulnerable, el campo de batalla, para que la infantería remate la faena contra unos sobrevivientes que no saben en qué guerra se han metido, sin apenas por ello sufrir bajas. Así ha sido posible que la coalición haya completado la derrota en cámara lenta de Sadam Husein, con apenas 100 o 200 muertos en combate, lo que equivale a una ratio, entre cadáveres ajenos y propios, de varios centenares a uno, inigualada desde el scramble for Africa del colonialismo europeo en la segunda mitad del XIX.

Y la de Irak es la primera contienda de estas características porque ni la guerra de Kosovo, en 1999, que sólo fue aérea; ni la de Afganistán, en 2002, donde el trabajo de campo lo hizo una fuerza de nativos -la Alianza del Norte- constituyen auténticos precedentes, porque sólo ahora la infantería de norteamericanos y británicos se ha visto obligada a ocupar el territorio. Esta loable roñosería ante la muerte en la familia, que nadie excepto el ejército derrotado sabría criticar, permite que la conquista y dominación de otros pueblos sigan siendo aceptables para Washington, aunque sólo a un módico precio de vidas.

El talante post-heroico data, probablemente, en Francia del reconocimiento de la independencia de Argelia en 1962, ya mediado el tiempo -les trente glorieuses- de la gran expansión económica; en Gran Bretaña, de los años inmediatamente anteriores a la retirada militar al oeste de Suez en 1971, con el desarrollo de la sociedad opulenta de Harold MacMillan; y es también la que vemos hoy en Estados Unidos encarnada por el llamado síndrome de Vietnam. Las potencias menores o insignificantes sufren igualmente de esa aprensión ante la muerte en la guerra, razón por la cual sus efectivos militares son ya exclusivamente profesionales, o, por añadidura, sus exhibiciones de fuerza tienen más de Perejil que de Guadalcanal.

Y, por alejado que pueda parecer un sentimiento de otro -el comprensible egoísmo ante la muerte de sus nacionales, en el caso de los Gobiernos, y el sincero pacifismo ante los conflictos del mundo entero, en el de las opiniones públicas-, las gigantescas manifestaciones contra la guerra que se viven en toda Europa se nutren de una materia prima de base no tan distinta del famoso síndrome. El ciudadano que pasa, quizá, de los 15.000 euros de renta per cápita, no concibe la guerra más que como aberración de la cultura de la pobreza. No por casualidad, hay tan alto porcentaje de tercermundo -negros e hispánicos- encuadrado en las fuerzas armadas de EE UU.

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Más que nunca anteriormente, una sola potencia es el amo militar del planeta. Ni la Roma imperial, ni la España de los Habsburgo, ni la Francia de Luis XIV o la Gran Bretaña de la reina Victoria fueron más fuertes que el resto del mundo, como lo es hoy Estados Unidos. Y el único freno relativo a esa abrumadora superioridad es la dudosa voluntad de la nueva hiperpotencia de asumir el formidable costo de un poder formidable. Vietnam fue capaz de infligir ese costo, pero hay que preguntarse si con la actual desproporción de medios el resultado de la guerra no habría sido diferente. Por ello, el supuesto post-heroismo de la sociedad americana es lo único que nos separa del primer gran imperio verdaderamente universal.

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