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Crónica:TOUR 2003 | Decimocuarta etapa
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vinokurov también se acerca a Armstrong

Ullrich y el kazajo se colocan a menos de 20 segundos del norteamericano

Carlos Arribas

El Portillon es un puerto triste y umbrío. En el lado francés, en sus laderas, cubiertas de altos abetos y pinos que hacen del sol del mediodía una sombra negra y espesa, creció el niño Luis Ocaña, hijo de un emigrante de la luminosa y pobre Cuenca que huía del hambre y de la persecución política y había encontrado trabajo y vida en la construcción de un embalse en el río Garona. En el Portillon, en su lado español, en la frontera del valle de Arán, esperaban los aficionados españoles pegados a sus transistores la llegada de Luis Ocaña, que ya había crecido, que ya era un campeón, con el maillot amarillo y con Eddy Merckx, el caníbal, humillado a su rueda. Ocaña nunca llegó. Se quedó herido y roto en una cuneta del col de Menté. El fatalismo español, hijo del complejo de inferioridad, encontraba más alimento. Los Pirineos, la serpiente de montañas terribles surgida de la forja loca de la mítica Pyrène, reina despechada y trágica, sólo podían anunciar sangre, venganza. O el fin de Armstrong, por lo menos.

Al hijo de emigrantes rusos le hierve la sangre cuando monta en bicicleta, y ataca y ataca
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Armstrong, el superviviente, no entiende del sentimiento trágico de la vida. Del fatalismo. No se cayó en el col de Menté, subió el Portillon, bajó por su lado sombrío, y lo hizo con su visión pragmática de la carrera, como un asunto de economía cotidiana. De administración de bienes escasos para llegar a fin de mes. Después sufrió los derroches, los ataques variados y polivalentes, el tremendo Vinokurov, el exaltado Mayo, volvió a perder tiempo. Pero no se cayó, no sangró, no perdió el maillot amarillo. Resiste. Mediada la interminable travesía de los Pirineos, Ullrich, que actúa como los generales golpistas, como si el presidente fuera de paja, sigue a 15 segundos del norteamericano irrompible. A 18 segundos está Vinokurov. A tiro de bonificación ambos.

Pura añagaza, el norteamericano había enviado por la mañana al Triki Beltrán a engrosar la lista de los fugados. No fue una elección casual, la pajita más corta. Beltrán, bien situado en la general, obligaría al Euskaltel y al Bianchi a desgastarse para mantener el control de la fuga, para que la cosa no fuera incontrolable, le permitiría a Armstrong dar un descanso a todos los suyos, al destrozado Heras, a los fatigados rodadores. Beltrán forzó al Bianchi y al Euskaltel a pactar para defender sus intereses para llevar a Armstrong en carroza hasta el Peyresourde, el primer puerto pirenaico que el Tour franqueó en su historia, en 1910.

Tampoco Vinokurov o Ullrich, gente del Este, ya se sabe, marchan según sus estados de ánimo. Son dos seres racionales y cuadriculados, aunque con diferente sangre. El kazajo -hijo de emigrantes rusos, forzados a moverse por Stalin- desmiente la frialdad de sus ojos claros con una sangre que le hierve cuando monta en bicicleta y le fuerza a atacar, atacar, atacar. Siempre con el mismo registro. Plato, pedalada y para adelante sin volver la vista. Sea en el llano, en un muro de Flandes o en el puerto más empinado de los Pirineos o Alpes. El alemán, sangre fría al fin después de años de atolondramiento, primero piensa, después vuelve a pensar, después atiende a lo que le dice por el auricular su director Pevenage y, al final, sin dejarse engañar por el instinto, actúa. Y con esos dos personajes, y conociendo su guión como si lo hubiera escrito él, se dedica el agonizante Armstrong a organizar su función cotidiana, que se podría titular la imposible defensa de lo indefendible.

En el Peyresourde, invadido por una multitud dominguera y bullanguera, se produjeron los eventos anunciados. Después de algunos bellos preliminares, la valentía de Menchov, de Mancebo, de Moreau, que diezmaron al grupo, que aislaron a los cracks, que desnudaron sus carencias y sus estados de forma, entraron en acción las grandes cilindradas. Primero Mayo, acompañado poco después, exaltación del jolgorio del Euskaltel, por Laiseka. Y justo cuando el de Gernika recuperaba el fuelle tras su acelerón fue el turno de Vinokurov, el tremendo. Se fue con Mayo y nadie les siguió.

Fueron dos recitales paralelos, Vinokurov, y Mayo, incontenible, a rueda, intentando romper la invisible línea a la que se agarra Armstrong en su defensa y Ullrich, detrás, como si fuera de amarillo, manteniendo la calma sin descomponerse, subiendo a ritmo con Armstrong, Zubeldia y Basso a su rueda. En la televisión el emocionado periodista en moto llegó a medir en un minuto la máxima desventaja de Armstrong, que contaba con 1.01m sobre el kazajo. Armstrong nunca perdió el amarillo. Ullrich nunca pedió los nervios. En la bajada ni siquiera se acordó de la curva de la que se salió hace dos años. En la bajada se acercaron lo suficiente para poder seguir respirando.

Jan Ullrich y, detrás, Lance Armstrong, en la cima del puerto de Peyresourde.
Jan Ullrich y, detrás, Lance Armstrong, en la cima del puerto de Peyresourde.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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