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FÚTBOL | 50º aniversario de la llegada a España de un mito
Columna
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Antes y después de Di Stéfano

Hace cincuenta años, cuando Di Stéfano llegó a España, se jugaba la WM. Se jugaba por decreto, y no es broma. Tres defensas, dos medios, dos interiores y tres delanteros. Fútbol de especialistas que se enfrentaban a otros especialistas. Y de ese cúmulo de duelos por parejas en todas las zonas del campo salía el desequilibrio a favor de uno u otro equipo. Los extremos y los defensas laterales eran pequeños y rápidos. Los delanteros centro y los centrales, altos y fuertes. Los medios y los interiores, laboriosos y resistentes. De cada cuatro, uno era más exquisito que los otros, y uno, a su vez, más sacrificado que ninguno.

Di Stéfano vino y cambió todo eso. Las primeras crónicas se admiraban: un buen jugador, pero se dispersaba mucho para ser delantero centro. ¿Qué hace el delantero centro por detrás del medio campo, incluso en su propia área? Las líneas clásicas eran atravesadas por esa Saeta Rubia, demasiado impaciente para esperar arriba a que sus compañeros le llevaran el balón. La vieja WM crujía, y con ella las mentes de los críticos, incapaces de encasillar a ese extraño jugador en su modelo. Pero se lo tuvieron que perdonar porque marcaba muchos goles. Todos los que se le pueden pedir al mejor de los delanteros centro. Ya en su primer año fue máximo goleador de la Liga. Y sus goles sirvieron para hacer al Madrid campeón por primera vez desde veinte años atrás.

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Para que se pueda entender desde la perspectiva de hoy lo que hacía Di Stéfano, lo ideal es imaginar incorporadas en una misma figura las tareas de Makelele, Zidane y Ronaldo. Tenía el sacrificio y el quite de Makelele, la elegancia y el liderazgo para la conducción del juego de Zidane y la capacidad implacable y la velocidad para finalizar de Ronaldo. Y aún me falta algo: cabeceaba bastante mejor que éste. Había en todas sus acciones la armonía de una sencillez elegante. Tenía gracia natural en sus movimientos y eso embellecía cada acción de su juego pese a que su intención fue siempre hacer las cosas de la forma más sencilla posible y por la vía más rápida. Su habilidad y su talento natural le permitían ciertos lujos (algunos muy recordados, como sus taconazos), pero cuando acudía a ellos era siempre como recurso obligado cuando no podía dar una salida más sencilla a su juego.

Los franceses le llamaron L'Omnipresent. A partir de él, el fútbol empezó a ser visto de otra manera.

Y mucho más el Real Madrid, cuya historia dio un giro esencial. Llegó justo a tiempo porque al año de su aparición empezó a hervir en las páginas de L'Equipe la idea de una Copa de Europa. Santiago Bernabéu se sumó entusiasta a la iniciativa, que tomó cuerpo para la temporada 1955-56, en el que iba a ser el tercer año de Di Stéfano en el Madrid. Un fútbol nuevo se ofrecía al aficionado. Una competición que zurcía la vieja Europa, recién salida de la más horrible de sus guerras. Un milagro puesto en pie por unos visionarios en años aún de escaseces de posguerra, de resquemores a flor de piel, con una aviación todavía precaria. Con ganadores y perdedores, con democracias y dictaduras, con monarquías y repúblicas, con católicos, protestantes, ortodoxos y hasta musulmanes. Con media Europa tras un telón de acero, según expresión de Churchill.

Pero aquello le dio al fútbol un aire de gala. Trajo los partidos nocturnos, adelantó la venta de televisores, obligó a pintar los balones de blanco y cambió las clásicas medias, siempre negras o azul marino, por otras más vistosas y relucientes. Fue desde el primer día la competición favorita del Madrid y de Alfredo Di Stéfano. En aquellos noticiarios que se proyectaban por entonces en los cines de toda Europa y en aquellos primitivos televisores que gozaban sólo los muy acomodados lucía con un aire mágico y futurista el impecable color blanco de Di Stéfano y sus huestes. Un blanco puro, sin los adornos y ribetes que hoy se ven, pero que sugería un halo de invencibilidad. Las cinco primeras copas fueron para el Madrid. Di Stéfano marcó al menos un gol en cada una de las finales. Toda Europa exaltaba el juego y el estilo de aquel equipo, pero sobre todo la genialidad de su número 9, cada vez más calvo y más venerable.

Cuando se marchó, enfadado con Bernabéu porque, a punto ya de cumplir los 38 años, quiso que dejara de jugar para pasar a ser secretario técnico, el Madrid ya era una leyenda. Dejó unos números impecables, pero dejó más que eso: lo que a su llegada era uno más de los buenos clubes de España, y no el mejor, se había convertido en la institución deportiva más célebre del planeta.

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