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CLÁSICOS DE SIGLO XX (2)
Columna
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La máscara como emblema

"Eran los días de la 'peste' de Nápoles". Asi empieza La piel de Curzio Malaparte. El maledetto

toscano, que lamentó morirse antes que su paisano Indro Montanelli, tenía ese título, La

peste, para su novela, pero se le adelantó Albert Camus en 1947.

Cuatro años antes los napolitanos corrían en auxilio del vencedor. Un pueblo sumido en la abyección, alucinado, vencido, corrompido que cambiaría de chaqueta tantas veces como fuera necesario,como el propio Curzio.

La lucha por la vida es, en este trance, una "necesidad vergonzosa". Han desaparecido los nobles conceptos; todos, incluido el autor, se refocilan en el mismo fango, en la putrefacción. "El honor de ser liberado antes que otro", añadía Malaparte, cuyo verdadero nombre era Erich Suckert, nacido cerca de Florencia (1898- 1957), "le correspondió en suerte al pueblo de Nápoles. Y para festejar tan merecido premio, mis pobres napolitanos, después de tres años de hambre, epidemias y feroces bombardeos, habían aceptado de todo corazón, por piedad hacia la patria, la codiciada y envidiada gloria de recitar el papel de un pueblo vencido, de cantar, palmotear y saltar de alegría entre las ruinas de sus casas destruidas, de hacer ondear banderas extranjeras enemigas hasta el día anterior y de arrojar por las ventanas flores sobre los vencedores". Y de ofrecer sus niñas vírgenes en un escaparate.

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'La piel', de Curzio Malaparte

Los emblemas de la deformidad, el gusto por lo atroz, Brueghel o el Bosco frente a la "perfecta belleza de los soldados norteamericanos".

La

piel, que Liliana Cavani llevó al cine con Burt Lancaster y Marcello Mastroianni, es una novela tremendista, efectista,escatológica, naturalista al estilo francés (Zola), escrita por un corresponsal de guerra decidido a no ahorrar al lector su galería de horrores y miserias. Se presentó en España como "un retablo de miserias infinitas, de horrores dantescos, suavizado por el soplo lírico de una compasión que no conoce límites". Era también "el reflejo del drama moral de un continente al que la libertad no redime de las abyecciones y degradaciones que la guerra trae siempre consigo". Por último, La

piel, con el humor grotesco, nihilista, la energía violenta y cruda y la melancolía lacónica del autor, era "la venganza de un hombre civilizado contra el inmenso crimen de la guerra".

"Bastaba que un niño se llevase a la boca un caramelo ofrecido por un soldado norteamericano para que su alma inocente se corrompiese". Malaparte explicaba así su visión del mundo: "Hoy se sufre y se hace sufrir, se llevan a cabo cosas maravillosas y cosas horrendas, no ya para salvar la propia alma, sino para salvar la propia piel". La tragedia de una nación liberada sin libertad. ¿Nos adelanta algo sobre el Irak de hoy?

Malaparte, que eligió bien su seudónimo, tomado de un libro de 1848, garibaldiano en la Primera Guerra Mundial, republicano,fascista, aunque el historiador Bruno Guerri, su biógrafo, dijo que nunca lo fue, antifascista, comunista, maoísta y convertido en su lecho de muerte al cristianismo, le gustaba impresionar, provocar, escandalizar al lector, sacudirle la conciencia. Se ha dicho que es hijo (mal que le pese) de D'Annunzio, Jünger, Hemingway, Drieu la Rochelle, Malraux, empeñado en transformar la vida en literatura. Su lema era el de Dalí: "Que hablen de uno aunque sea mal".

Es difícil trazar una biografía cabal del escritor de Prato. Escribió que había visto cómo Mussolini mataba con sus propias manos a cinco gatos. El Duce le perdonó que dijera que sus corbatas eran feísimas, pero esto último, lo de gaticida, lo sacó de sus casillas: fue expulsado del partido. El irónico, el cínico, el agnóstico murió rezando y llorando. Y de pronto, poco antes de la agonía final, pidió la habitación 32 de la clínica Sanatrix de Roma porque "está más cerca del montacargas de los cadáveres". Otra vez cínico Malaparte.

Nunca supo cuál era el oficio más difícil, si el del vencido o el del vencedor, pero de una cosa estaba seguro, de que "el valor humano de los vencidos es superior al de los vencedores". La Iglesia puso La piel en el índice de libros prohibidos, pero el novelista y comunista francés Roger Vailland, que le visitó en su residencia de Capri, "la casa más bella del mundo" regalada en herencia a los maoístas chinos, entendió que era una obra profundamente cristiana.

Fue siempre un narcisista, un exhibicionista. La máscara era su emblema. Corría en bici por el techo de su casa de Capri, retaba en duelo a sus enemigos, seducía a toda clase de mujeres. Hombre de poliédricas experiencias, dirigió periódicos, incluida La Stampa y películas como Cristo

prohibido. Era un esteta, un decadente, poeta, barroco italo-latino, romántico, europeo, siempre en conflicto entre su alma alemana y su corazón italiano. "Nunca me perdonan", se dirigió a sus críticos, "que yo sea veinte centímetros más alto que la mayoría de los escritores italianos".

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